Imagen, fiesta y devoción en Atlacomulco. La veneración al Señor del Huerto, siglo xix
Antonio de Jesús Enríquez
Piedra de toque: ¿un siglo olvidado?
Todavía inexploradas con la profundidad deseada —difícilmente abordadas con la misma mirada incisiva que el historiador ha puesto para ambas en la época virreinal— la fiesta religiosa y la religiosidad populares, es decir, las que son producidas, elaboradas, practicadas y consumidas por las siguen constituyendo un prolífico campo de estudio por ensanchar en la moderna historiografía decimonónica mexicana. En efecto, hasta cierto punto descuidadas por esta —sin duda alguna más interesada en los acontecimientos políticos que atraviesan la centuria, en la efervescencia de las ideas que desfilan a lo largo del siglo o en las estructuras económicas que subyacen más al á de los avatares políticos—, la fiesta y las expresiones religiosas siguen constituyendo una veta por explorar en el horizonte historiográfico decimonónico: la centuria olvidada en lo que al campo de la religiosidad y la fiesta religiosa popular se refiere. Así parece, puesto que ni siquiera han tenido la misma atención que el historiador le ha dedicado al papel y posición cambiantes de la Iglesia en aquel siglo, o al nacimiento de la fiesta cívica la melliza secular de la fiesta religiosa— y su respectivo ceremonial en un México que comenzaba a demandar la conmemoración de héroes y acontecimientos militares y políticos que, idealmente, pudieran cohesionar a la población de la novel nación.
Poco se ha avanzado en este campo, empero el descuido no parece gratuito. El problema, como atinadamente ha advertido Solange Alberro (2000: 28), parece descansar fundamentalmente en las fuentes. Contrario a lo que sucede en la época virreinal, casi nada sabemos sobre el particular para el primer siglo de vida independiente porque —como asevera Alberro—
las fuentes que solían informarnos sobre las vivencias religiosas de las masas, archivos inquisitoriales, crónicas religiosas, visitas pastorales pormenori-zadas, descripciones de fiestas y eventos, relatos y literatura apologética, desaparecen o disminuyen notablemente en el transcurso de la centuria, conforme la sociedad en su conjunto emprende un proceso irreversible de laicización.
Mucho más parcas, lejos de alcanzar la prolijidad de las virreinales y escasas también en comparación con éstas, las fuentes decimonónicas pueden, sin embargo, ilustrarnos sobre esa faceta cotidiana del hombre del siglo respecto a sus vivencias religiosas y prácticas festivas.
Más allá del eventual problema de las fuentes, que ya de por sí hace sumamente atractivo el estudio de la fiesta y la religiosidad decimonónicas, debemos recordar que la centuria se encuentra marcada por una progresiva secularización tendente a variar las relaciones del Estado con la Iglesia —y, por ende, la postura del primero sobre la religiosidad y la fiesta religiosa, popular y pública—, así como por los anhelos modernizadores de los políticos mexicanos, anhelos que difícilmente llegan a ser compatibles con el peso que la Iglesia —aquella emblemática institución de origen virreinal, del “pasado colonial” de México— tiene en tan diversos aspectos de la vida cotidiana, como el festivo religioso.
Partidarios de una religiosidad íntima, privada, menos expuesta al dominio de lo público, y de una sociedad más productiva con menos días festivos, los políticos mexicanos no dejarán de hacer de la fiesta y sus expresiones un campo digno de su observación y reforma. Inmersas en una tensión —patente, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo xix con las reformas liberales juarista y lerdista— que difícilmente ha llamado la atención del historiador, la fiesta y la religiosidad constituyen un pertinente campo de estudio.
Sirvan consecuentemente estas provocaciones —el poco interés hacia la fiesta y la religiosidad decimonónicas por parte del historiador, la escasez de las fuentes para su estudio comparadas con las disponibles para la época novohispana que, a pesar de ser un problema, no llegan a ser una justificación ni una limitante para obviar su conocimiento y, por supuesto, la tensión bajo la cual se ven sujetas en el marco de los procesos de secularización y moder-nización que acompañan al siglo— para adentrarnos en el examen de una devoción local, la configurada en torno al Señor del Huerto, venerado en Atlacomulco, en el centro de México, cuyo origen debemos encontrar precisamente en los albores del siglo en las postrimerías de la época virreinal y en el comienzo del México independiente, y que, como veremos en estas líneas, a través de diversas vertientes para abordarla, progresivamente irá en ascenso a medida que marcha el siglo y, difícilmente, llegará a verse menguada en el transcurrir de este.
Para revisar con detenimiento la articulación de esta devoción, el presente estudio comprende la revisión del fenómeno durante el siglo fundamentalmente desde la formalización de esta devoción, en 1810-1811, hasta vísperas de la Reforma liberal cuyos efectos y alcances sobre la fiesta dedicada al Señor del Huerto merecen, sin duda, otro estudio más exhaustivo del que no habremos de ocuparnos en estas líneas. No obstante, en ocasiones, recuperamos algunas evidencias de la segunda mitad de la centuria para cubrir otros aspectos que sí son explorados en este acercamiento.
Expresión religiosa privilegiada, la fiesta nos permitirá reflexionar sobre la configuración de la devoción construida en torno al Señor del Huerto, pero no es la única que nos ayudará a dibujarla. No menos atractivos son los esporádicos informes emitidos por las autoridades políticas y religiosas, las tradiciones locales sobre el origen de esta devoción que, afortunadamente, lograron pasar del soporte oral al escrito al principiar el siglo xx y llegaron hasta nosotros, así como las disposiciones eclesiásticas emitidas de cuando en cuando por la alta jerarquía católica y que, sin duda alguna, permiten aquilatar la devoción engarzada en torno a este afamado Cristo, el Señor del Huerto, por lo menos entre los pobladores de Atlacomulco, la tierra que ve el nacimiento y el ascenso de esta devoción local.
Por supuesto, la fuente más atractiva por su composición visual, por su discursividad y por las múltiples lecturas que arroja su interpretación la constituye el corpus de retablos votivos, o pintados durante el siglo xix y dedicados al Señor del Huerto los cuales, como la fiesta, constituyen otra expresión religiosa que permite desentrañar el fenómeno devocional. Prácticamente ignorados entre los estudiosos del retablo votivo —que han enfocado su mirada en los exvotos confeccionados en el occidente de México y en los grandes santuarios del centro del país—, y merecedores de un estudio interpretativo hasta hoy en las siguientes líneas ofrecemos el primer estudio —aunque no pormenorizado— sobre este corpus que, como las demás fuentes que se han enlistado, nos permite delinear las líneas subsecuentes destinadas a avanzar en el estudio de una devoción ignorada en el horizonte historiográfico, por lo menos en el
Una historia de desplazamientos abiertos y silenciosos
Situado en tierra fría y llana, Atlacomulco forma parte del valle de Ixtlahuaca.Sin saber bien a bien si ya existía como asentamiento en la época anterior al contacto indohispano —todo parece indicar que no, ya que no hay fuentes que así lo corroboren lo cual, por otro lado, indicaría su escasa importancia en la región, en caso de haber existido—, lo cierto es que la historia espiritual de Atlacomulco —ya reportado como pueblo por la Suma de visitas (García, 2013: 58), documento elaborado entre 1548 y 1550— en el primer siglo de dominio hispano es tan oscura como la del resto de las poblaciones que forman parte del valle.
Habitado originalmente por indios mazahuas el espacio probablemente tuvo como primeros divulgadores de la fe de Cristo a los franciscanos, a la sazón la orden que ejerció su ministerio en buena parte del centro de la Nueva España. Poco tiempo debieron permanecer en el valle, pues ya para 1569 este sería testigo de un proceso de inminente apropiación por parte del clero secular, mismo que se da a la tarea de fundar diversas doctrinas por todo el territorio, entre ellas la de San Miguel Atlacomulco (Gerhard, 1986: 181). En efecto, san Miguel, el príncipe de la milicia celestial, sería el primero (aunque no el único ni tampoco el último) en ser presentado como titular del pueblo de Atlacomulco cuya gente alimentaría por él una devoción que se mantendría por lo menos a nivel local.
A san Miguel la población lo festejaría el 29 de septiembre. A medida que avanza el tiempo, y como nos permiten atisbarlo las fuentes parroquiales, sabemos que ocurre un primer desplazamiento. Las causas del fenómeno, sin duda alguna relevante para la historia de Atlacomulco, nos son desconocidas.Lo único cierto es que al menos desde 1651, año del que proceden las fuentes más antiguas que alberga el archivo parroquial —a saber, unas partidas de matrimonio—, y luego de haber presidido y regido sobre los destinos de la población por espacio de casi un siglo, san Miguel deja de figurar como patrono de Atlacomulco. La virgen María, de mayor jerarquía que el arcángel, con justa razón, se sobrepuso a san Miguel. A partir de entonces el pueblo sería conocido como Santa María Nativitas así, con este nombre, se mantendrá hasta muy entrado el siglo por más de un siglo, haciendo del 8 de septiembre, día de la natividad de María, el día de la fiesta titular. Con este patrónimo mariano el pueblo daría acogida al arzobispo Joseph de Lanciego y Eguilaz, en mayo de 1717, durante su visita pastoral por De este modo se mantiene hasta 1772 cuando nuevamente hay indicios para hablar de otro cambio en su titularidad, aunque sin afectar radicalmente a la virgen María.
Producto quizá de la notabilidad que durante el siglo xviii comienza a adquirir la virgen de Guadalupe en el orbe novohispano, sin duda la mayor gloria con la cual la Providencia distinguió a la Nueva España, Atlacomulco cambia su nombre por tercera ocasión, y también a su patrona de veneración que más bien transmuta. A partir de entonces el pueblo se conocería como Santa María de Guadalupe (Gerhard, 1986: 181), sin más cambios en la titularidad.
En efecto, la virgen de Guadalupe conservará durante todo el siglo xix el patronazgo sobre Atlacomulco, y mantendrá su nombre ligado al pueblo. No obstante, como expondremos en estas líneas, en el curso de la centuria la devoción a la virgen de Guadalupe cohabitaría —sin llegar al punto de verse reemplazada en la titularidad del pueblo— con la que notablemente gana para sí la imagen del Señor del Huerto cuyo culto formalizado, ausente en el siglo principia en el xix y despunta desde sus inicios para consolidarse progresivamente.
Paulatinamente el Señor del Huerto logrará hacerse de su propio espacio en la vida espiritual de los habitantes de Atlacomulco; de propios —pero también de extraños— de distintos y bien variados estratos sociales, contando además con el auxilio de las autoridades religiosas y también políticas, por lo menos abiertamente en un primer momento, mucho antes de la llegada de la Reforma liberal de mediados de siglo. Su devoción se advertirá en las fiestas, oraciones, exvotos y bienes materiales con los que ha contado.
Origen de una devoción ¿espontánea?
Algo extraordinario sucedió, según consigna la tradición. En el año de 1810, al tiempo que la Nueva España comenzaba a ser objeto de una convulsión social que la mantendría agitada durante los siguientes 10 años, la imagen que ya desde esta época se conocerá como “el Señor del Huerto” (véase imagen 1) —el retablo votivo más antiguo que se le dedica y que ha llegado a nuestros días, fechado en 1813, ya lo nombra así (véase imagen 2)— “se renovó”. Este, siguiendo lo que asienta la tradición local —“se notó algo extraordinario en dicha imagen”—, será el primero de los muchos milagros que se le atribuyen al Señor del Huerto y, al parecer, el que le valdrá el comienzo de una devoción patente en la inmediata construcción de un templo, ese mismo año, por instrucción expresa del cura párroco de Atlacomulco en funciones en aquel momento, don Miguel Flores Calderón quien, ante el inusitado prodigio del Cristo, contaría con el apoyo de la población de Atlacomulco. Como refiere Trinidad Basurto, autor de la relación del prodigio que ahora comentamos, el suceso extraordinario “dio ocasión a que toda la feligresía se empeñase en levantar a la mayor brevedad el [que, avanzado el tiempo, se conocería como el] Santuario que hoy existe” (Basurto, 1977: 44).
Imagen 1. El Señor del Huerto, imagen de Cristo venerada en Atlacomulco. Nótese el contraste que ofrecen la postura de las manos y la mirada. Fuente: A la izquierda, estampa popular. A la derecha, fotografía del Señor del Huerto en su altar, tomada en Atlacomulco el 31 de mayo de 2017 por el autor.
Imagen 2. Retablo votivo dedicado al Señor del Huerto. Se trata del más antiguo que ha llegado hasta nuestros días. En la cartela se lee: “En 3 de Marzo de 1813: acontecio, Vn Acidente a Doña Josefa pelaez, que Un perro la iba aser pedasos inboco al Sr. del huerto y por su amparo quedo libre”. Fuente: tomado de Colín (1981: 32-33).
El inmediato aunque no azaroso arraigo que la población parece mostrar hacia la imagen como para trabajar afanosamente en la edificación de su templo resultaba comprensible, toda vez que esta “venerable imagen” la cual “estaba con otras muchas en un cuarto contiguo al lugar en que se erigió el Santuario y servía anualmente para el Paseo de los azotes y aposentillo” (Basurto, 1977: 44) era de sobra conocida y venerada por los moradores de Atlacomulco, pues originalmente cada año —aunque no sabemos desde cuándo—se valían de ella en los actos de Semana Santa. El hecho de no ser una imagen desconocida ni tratarse de cualquier imagen —era nada menos que una representación de Cristo— esclarece la aparente espontaneidad con la cual se demandó y trabajó en la edificación de su capilla. Empero, no deja de llamar la atención que de pronto se demandara la construcción de una capilla para el culto y veneración de una imagen que, tradicionalmente, había tenido otra función que la de su spostreras veneración y fiesta propios y que, según podemos desprender de la visita pastoral de Lanciego a Atlacomulco, en 1717, no figuraba entre la nómina de imágenes reportadas por el arzobispo cuyo culto dio pie a la formación de una cofradía (véase cuadro No figura porque su función se reducía a los actos de la Semana Mayor.
Sin poder ir más lejos es la historia edificante y portentosa la que cubre este vacío. La imagen “se renovó milagrosamente” y con la aprobación del párroco, al parecer el principal instigador de la construcción de la capilla (¿y del culto a la imagen?) más que la propia feligresía —como puede colegirse de la descripción de Basurto—, se puso manos a la obra y se levantó la capilla que quizá ya para 1844 sería referida como “el Santuario” por el grueso de la población, aunque no por la Iglesia la cual no la reconocerá hasta mediados del siglo
La devoción que se le tenía y que en cierta forma fue ganando previo al milagro de la renovación durante las representaciones lúgubres de Semana Santa, o acaso los esfuerzos del párroco para que así se verificara, explican por qué en tan sólo un año se terminaron los trabajos de edificación pues, como asienta Basurto (1977: 44), “el Señor Cura Flores Calderón, en el año 10 del siglo pasado comenzó a levantar el Santuario del Señor del Huerto y lo terminó al año siguiente”, es decir, en 1811.
Como otro aspecto notable de esta devoción, que habría comenzado a cuajar formalmente entre 1810 y 1811 y que prendería de manera inmediata entre la población —lo cual se corrobora con los retablos votivos que prontamente se le dedicaron—, debemos notar que la historia portentosa de carácter local construida entre los moradores de Atlacomulco se mantendría en la memoria de los lugareños mediante los relatos que, seguramente, circularon de boca en boca y de generación en generación a lo largo de un siglo, con tal persistencia que, afortunadamente, llegarían hasta los albores del siglo Fue en esta época cuando el cura Trinidad Basurto confeccionó El arzobispado de México (1901) valiéndose, entre otras fuentes, de los propios datos que los párrocos del arzobispado de México le proporcionaron y que, como ocurre en este caso, nunca se habían dado a conocer, al menos no de manera escrita (Basurto, 1977: En efecto, la historia local se mantendrá circulando oralmente durante mucho tiempo para, finalmente, quedar fija en un soporte escriturístico que la rescató de caer en un eventual olvido.
Cuadro 1
Radiografía devocional presente en Atlacomulco, siglos xviii-xix
Visita pastoral de Lanciego y Eguilaz en 1717. Cofradías existentes en el pueblo de Atlacomulco | Informe del 15 de septiembre de 1846. Imágenes que cuentan con solares de magueyes con los cuales se sostienen sus respectivos cultos | |
Santa María Nativitas (patrona de Atlacomulco) | Nuestra Señora de Guadalupe (patrona de Atlacomulco) | |
Cofradías establecidas en la parroquia de Atlacomulco | Cofradía del Santísimo Sacramento Cofradía del Santo Cristo del Calvario Cofradía de San Nicolás Cofradía de las Ánimas y de San Miguel Arcángel Cofradía de la Concepción | Santísimo Santo Cristo del Calvario ? Las Ánimas La Purísima [Concepción] ? ? ? ? ? Nuestra Señora del Rosario San Antonio La Preciosa Sangre Nuestra Señora de los Dolores Señor del Huerto |
Cofradías establecidas en el pueblo de San Francisco Chalchihuapan | Cofradía del Calvario Cofradía de Nuestra Señora de la Concepción | |
Cofradías establecidas en el pueblo de Santiago Acutzilapan | Cofradía de Nuestra Señora de la Concepción | |
Cofradías establecidas en el pueblo de San Juan de los Jarros | Cofradía de Nuestra Señora del Rosario | |
¿? | Cofradía del Santo Cristo |
Fuente: elaborado por el autor con base en
ahma
, caja 21, libro 1, f. 121r. y
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2, fs. 26r-26v.
¿Señor del Huerto o Ecce Homo?
Pero, exactamente, ¿quién era el Señor del Huerto que, desde 1811, contaba con un templo para su veneración? Denominada desde un principio con este nombre por la población —que conserva prácticamente hasta el día de hoy esta imagen de factura virreinal—, no debería plantearnos mayor problema por lo que a su identidad se refiere. Identificada como el Señor del Huerto, sería factible suponer que se trata de la imagen de Cristo cuando —según consignan los evangelios, fuente literaria de la que bebe la iconografía cristiana como la que aquí nos ocupa— se dispuso a orar después de la última cena con sus apóstoles en el huerto de Getsemaní —de ahí su nombre— previo a su aprehensión por parte de los judíos guiados por Judas y debemos suponer que ese es el pasaje en el cual debió estar presente durante las representaciones de la Semana Santa de Atlacomulco, antes de la edificación de su templo.
En efecto, el nombre es ilustrativo para indagar tanto la identidad de la imagen que durante el siglo xix recibiría una devoción sin cesar en Atlacomulco, como para precisar la función inicial que tuvo para la población. No obstante, los problemas comienzan al realizar un contraste mucho más fino entre las fuentes literarias y las representaciones iconográficas que existen del Señor del Huerto —tales como la escultura venerada, los retablos votivos elaborados en el siglo xix y otras imágenes recuperadas en la edición de Colín (1981: 98-113)— y descubrir que no existe una correspondencia entre la identidad dada a la imagen y lo que verdaderamente representa. Una lectura detenida nos advierte que, iconográficamente, el Señor del Huerto representa más bien a un Ecce
Esta advocación de Cristo nos remite al suplicio de Jesucristo, primero con los judíos que lo apresaron, golpearon y llevaron atado a comparecer ante Pilato y luego a manos de los soldados romanos quienes, según refieren los evangelios, le quitaron sus vestidos, le pusieron una capa de soldado de color rojo púrpura, le colocaron una corona de espinas en la cabeza y en la mano una caña, a modo de cetro, para después golpearlo con esta y mofarse de él como rey de los judíos. Como describe concretamente el evangelio de Juan, luego del azote ordenado por Pilato para satisfacer a los judíos, este se dirigió a ellos para mostrarles a Jesús quien salió “llevando la corona de espinos y el manto rojo” y “Pilato les dijo: ‘Aquí está el hombre’”, es decir, Ecce en
Las representaciones que existen del —quizá mal llamado— Señor del Huerto y la imagen de veneración propiamente (véase imagen 1), así como los retablos y litografías (véanse imágenes 3 y 4) concuerdan con esta descripción relativa a los azotes que padeció Cristo: atado de manos, con una soga al cuello —en alusión al momento de ser aprehendido por los judíos—, con una capa roja —así lo vemos desde 1813 en el primer retablo votivo (véase imagen 2), más allá de las adecuaciones que esta capa pudo haber tenido con el paso del tiempo— y con un cetro entre las manos (una de las representaciones gráficas que existen del Señor del Huerto donde lo vemos empuñando su caña, en la escultura no la alcanza a sostener propiamente por tener las manos atadas y cruzadas tras ser aprehendido por los judíos mucho antes de recibir los azotes y la mofa de los romanos. También lleva una corona de espinas, amén del golpe que podemos apreciar en su mejilla izquierda (véanse imágenes 1 y 4) lo cual confirma que, efectivamente, se trata de un Cristo azotado y golpeado. Todo ello nos permite sostener que el Señor del Huerto es, en realidad, un Ecce más que un Cristo en actitud de orar en el huerto de
Imagen 3. Retablo dedicado al Señor del Huerto. En la cartela se lee: “En el año de 1827. A Fines del mes de Febrero Sucedio que abiendo Salido de Su Parto Ma. de la Luz Alvarez A los 3 Dias le Dio una fiebre muy fuerte y Desto es ayandose Fuerte Dolor ninfrictico y ayandose su esPoso Francisco muy acongojado y afligido ynvoco al Sr. Del Huerto y a la Sma. Virgen de la Soledad y quedo buena y sana”. Fuente: tomado de Colín (1981: 38-39).
Imagen 4. Verdadero retrato de la milagrosa imagen del Señor del Huerto que se venera en el pueblo de Atlacomulco. Litografía en la que se advierten las providencias tomadas por los arzobispos Fonte y Labastida y Dávalos y que contribuirían a la devoción de esta imagen.Fuente: Colín (1981: 113).
Para terminar de precisar la identidad de este Cristo venerado en Atlacomulco debemos recordar, de acuerdo con Basurto (1977: 44), que se le empleaba en el paseo de los azotes. Es decir, más que en la representación del huerto de Getsemaní esta imagen figuraba en el pasaje siguiente, el de la aprehensión, coronación y suplicio de Cristo a manos de los judíos y los romanos. El Señor del Huerto, un Cristo golpeado y flagelado, sería entonces un Ecce No puede ser, aun cuando se le llame así, el Cristo que los evangelios presentan orando en el huerto de Getsemaní.
Luego de precisar la advocación de la imagen venerada en Atlacomulco, no deja de llamar la atención el nombre que se le dio a esta portentosa imagen, apenas formalizado su culto —y que acaso ya se le daba mucho antes de esta formalización, verificada con la construcción de su capilla—. El retablo votivo de 1813 que ha llegado hasta nosotros, el más próximo a la época en la que esta imagen es elevada al altar, no deja lugar a duda; pesar de que lo que apreciamos en la imagen es un Ecce la cartela —el texto— que la acompaña la identifica claramente como el Señor del Huerto.¿Por qué llamar a este Cristo así? Sin saberlo a ciencia cierta lo único que podemos conjeturar es que, probablemente, la imagen también llegó a ser empleada por la población en la representación de la oración en el huerto que antecede a la flagelación, de tal forma que el nombre que finalmente prevaleció para referirse a esta imagen habría sido el de Señor del Huerto, que luego de servir en la representación de la oración pasaba a escenificar su siguiente acto, el de la Pasión. Para colmo, las manos de este Cristo sedente, a veces cruzadas como consecuencia de estar atadas y a veces levantadas hacia el cielo en actitud de oración, así como su mirada que en las imágenes contemporáneas que han llegado a nosotros parece dirigir en ocasiones hacia abajo o a veces hacia arriba nuevamente hacia el cielo en actitud de oración (véase imagen 1), no dejan de sugerir esta doble función que tal vez tuvo para los habitantes de Atlacomulco, devotos del Señor del
Una devoción ¿particularizada?, ¿focalizada?
Empleado originalmente en los actos que recreaban dramáticamente la pasión y muerte de Jesucristo durante los santos y solemnes días, el Señor del Huerto contaría con un templo propio para su veneración, apenas empezado el siglo Ciertamente, no deja de ser sintomático el hecho de que se le levantara una capilla para su particular devoción, pues como lo habrá notado el lector con esta acción, aparentemente sin gran relevancia, esta efigie de Cristo comenzaría a contar con un espacio propio para la verificación de semejante acto por parte del feligrés y ajeno al templo parroquial donde se alojaba la patrona del pueblo, Nuestra Señora de Guadalupe, así como otras tantas imágenes que, confinadas en la parroquia, debían compartir el mismo espacio para su veneración, junto a la titular de Atlacomulco.
El Señor del Huerto, con su particular capilla relativamente alejada de la parroquia, pero finalmente ajena a este otro espacio de devoción, seguirá un derrotero distinto al de la patrona del pueblo. A esta capilla concurrirán los fieles a verlo y a venerarlo, sólo a él y no a la patrona del pueblo —que, para actos análogos, cuenta con su propio templo—, a solicitarle favores y a tributarle agradecimientos y ofrendas tales como los retablos votivos que, valga la pena decirlo de una vez, a él y sólo a él se le dispusieron en su capilla, destinada a su culto. La patrona, al parecer, carecerá de ellos. Esa capilla, no es difícil adivinarlo, será testigo mudo de la religiosidad de la población, de las fiestas que anualmente se le dedicarán al Señor del Huerto, de los actos litúrgicos y votivos que impregnan su templo y la vida cotidiana de Atlacomulco. Empero, también lo será de actos que, sin duda alguna, causarán dolor e indignación entre la población como los saqueos, que no faltaron como se comentará más adelante. A esta capilla acudirá el devoto a verlo a él, al Señor del Huerto.
A pesar de que la capilla se dedicó al Señor del Huerto para su particular veneración, cometeríamos un grave error de percepción si no advirtiéramos que, aunque secundarias, cuando menos había dos imágenes más alojadas en el templo del Señor del Huerto a las cuales, sin duda alguna, la población también acudía —sin olvidar, por supuesto, al Señor del Huerto— con motivo de sus angustias y problemas cotidianos. Tal como se desprende de las comunicaciones que a principios de agosto de 1836 las autoridades políticas de Atlacomulco despachan a la subprefectura de Ixtlahuaca, a la cual estaba sujeta Atlacomulco, con motivo del robo cometido en la capilla del Señor del Huerto durante la noche del 5 de agosto, así como del informe que levantó el cura párroco, don José Soriano, el cual quedó asentado en los libros de la parroquia, sabemos que para este momento la capilla albergaba, además de la efigie del Señor del Huerto, las imágenes de la virgen de Dolores y la virgen de la Destaca el hecho de que se trate de dos imágenes que, como ocurre con la del Señor del Huerto, son identificadas por figurar en las procesiones que se realizan durante la Semana Santa; ¿acaso ambas tomaban parte en esta, junto al Señor del Huerto? ¿Acaso formaban parte del conjunto de imágenes que estaban en el cuarto contiguo al lugar donde se erigió la capilla? Es posible que así haya sido.
Más allá de su origen lo relevante para estas líneas es que, como se ha indicado y como las evidencias disponibles lo sugieren, ambas imágenes fueran objeto de una veneración simultánea a la del Señor del Huerto y, no conforme con esto, de ofrendas con las cuales los devotos saldaban sus deudas contraídas con ellas. En efecto, invocadas en tiempos de verdadera desesperación, ha llegado a nuestros días por lo menos un retablo votivo que alude a un acontecimiento de finales de febrero de 1827. Por él sabemos que “abiendo Salido de Su Parto Ma. de la Luz Alvarez A los 3 Dias le Dio una fiebre muy fuerte y desto es ayandose Fuerte Dolor ninfrictico”, y su esposo, de nombre Francisco, “muy acongojado y afligido ynvoco al Sr. Del Huerto y a la Sma.Virgen de la Soledad”. La invocación fue efectiva, pues la esposa de Francisco“quedo buena y sana”. En consecuencia, Francisco dedicó el retablo donde vemos, en la parte superior, justamente al Señor del Huerto y a la virgen de la Soledad, ambos situados a la misma altura, del mismo tamaño y sin jerarquías de por medio (véase imagen 3). Ciertamente, el retablo es revelador, ya que da cuenta de que los moradores de Atlacomulco tenían más de un posible intercesor para sus males y angustias. Acaso en su peculiar manera de entender la religión, invocar a dos o quizá hasta tres personajes divinos, como podemos advertir en otros tantos retablos posteriores (Colín, 1981: 40-41, 50-53, 62-63, 66-69, 72-73 y 80-81), le aseguraría al devoto una eficaz intervención, pero, invariablemente, el Señor del Huerto no podía ni debía faltar en sus súplicas.
Invocadas tanto como el Señor del Huerto, ambas advocaciones marianas habrían resultado igual de efectivas que el venerado Señor del Huerto quien, para 1836, además de tener algunos retablos como pago por los milagros realizados, contaba con una corona con potencias y una caña de plata, las mismas que le fueron robadas en aquel infausto Sus pertenencias parecen hablarnos de la creciente relevancia que por entonces comenzaba a tener la imagen y, sin duda, no podían ser ofrenda de cualquier devoto. Por las denuncias realizadas en 1836 sabemos igualmente que la virgen de Dolores, una imagen de bulto grande, se había hecho de algunos milagros de plata —evidentemente como consecuencia de algunos prodigios realizados a sus devotos— que le fueron robados. Por último, la virgen de la Soledad, una imagen de pequeñas dimensiones —¡y pensar que Francisco quiso igualarla en tamaño a la efigie del Señor del Huerto!—, poseía un resplandor y una daga de plata que también le fueron
Cabe destacar que la virgen de Dolores, la misma que durante mucho tiempo fue objeto de veneración por parte del feligrés de Atlacomulco —la misma que era venerada junto con el Señor del Huerto en la capilla de este—, dejaría de serlo hasta muy entrado el siglo, como puede inferirse de lo dispuesto en noviembre de 1869 por el presbítero don Miguel García Requejo, cura propio y vicario foráneo de Almoloya durante su visita a Atlacomulco, a la sazón sujeta a la vicaría de Almoloya. Por su visita sabemos que dispuso que aquella imagen desapareciera, pues “por ser escultura tan mala no inspira
Ya que tocamos el asunto del robo parece conveniente apuntar el pesar que esto le causó a don José M. Gómez, subprefecto de Ixtlahuaca, puesto que no pudo ver sino con “sumo dolor” el ultraje verificado por malhechores, gente extranjera que vagaba “diariamente con perjuicio de los pueblos por todas las partes de este partido”. Para evitar que en lo sucesivo volviera a ocurrir lo mismo, el subprefecto dispuso que no se consintiera en la población “a ninguno de esos
Por extraño que parezca, el sentir del subprefecto y sus órdenes también son significativas para dimensionar el peso que la devoción, originalmente circunscrita a Atlacomulco, ya tenía en la comarca, más al á del pueblo. ¿Por qué no advertir, a través del discurso de la autoridad, que al fin y al cabo la devoción en torno al Señor del Huerto era más bien un fenómeno local, ajeno a los extraños a la comarca quienes sin miramiento alguno podían hurtar a diestra y siniestra las posesiones de las imágenes de Atlacomulco? ¿Por qué no vislumbrar en el “sumo dolor” de Gómez que la devoción en torno al Señor del Huerto y demás imágenes sólo se verificaba entre ellos, los habitantes de Atlacomulco y, en última instancia, entre los habitantes de las poblaciones cercanas a Atlacomulco como Ixtlahuaca donde se encontraba el subprefecto Gómez y quien, sin duda alguna, conocía al ya por entonces afamado Señor del Huerto? Sólo ellos podían sentirse plenamente identificados con aquellas imágenes, sus imágenes.
Una reflexión similar podríamos plantear para el robo que años más tarde, el 11 de julio de 1860, en plena guerra de Reforma, cometerían las fuerzas liberales de Felipe Berriozábal, cuando entraron a Atlacomulco y saquearon la parroquia. Tal cual llegaría a consignar la prensa, a “la imagen del Señor del Huerto la despojaron de los milagros [sin duda alguna proporcionales a los prodigios que la imagen había realizado para ese momento] y hasta de la corona [distinta de la que había perdido en el robo de 1836 y que ahora volvería a perder]”. A la virgen de Guadalupe, patrona de la parroquia, “le llevaron el marco de Asimismo, se robarían el dinero disponible en las alcancías para el culto de las imágenes. Una vez más, gente externa a la población atentaría contra los símbolos identitarios de los moradores de Atlacomulco quienes evidentemente resentirían el daño.
Es necesario precisar que el influjo devocional del Señor del Huerto no solamente irradiaría hacia Ixtlahuaca, como nos lo da a entender la documentación de 1836, pues igualmente en Jocotitlán —población vecina a Atlacomulco— habría gente afecta a él. Al menos sabemos del caso de Juana Dávila, vecina de Santiago Yeche, quien en su testamento expedido el 10 de enero de 1848 llegó a expresar que le debía “mandas forzosas al Señor del Huerto”. En el mismo caso estaría Vicente Sánchez, pues quedaba a deberle “tres misas de un peso al Señor del Huerto”. Mucha debió ser la devoción de Sánchez, pues como puede advertirse por su testamento cuya fecha de emisión desconocemos, por desgracia, la mayor cantidad de misas era justamente para el Cristo de Atlacomulco, no así para el Señor de la Corona (venerado en Ixtlahuaca) ni para Nuestra Señora de la Soledad (localizada en la capital) ni para Nuestra Señora de los Remedios, a quienes apenas les debía una
Efervescencia religiosa local
Constituido el Señor del Huerto en un referente de devoción para los habitantes de Atlacomulco, pues apenas tres años antes ya había dado muestras de su capacidad de obrar de manera portentosa —capacidad que le había valido una capilla—, a partir de 1813, es decir, dos años después de edificada su capilla esta comenzaría a ver cada vez con más frecuencia la irrupción de los retablos votivos que darían cuenta de los diversos prodigios que la población de Atlacomulco le atribuía al Señor del Huerto y que, sin duda, observados, leídos si no textualmente sí de manera visual y comentados entre los feligreses que cotidianamente los miraban, daría pauta al irreversible ascenso de la devoción a la efigie de Cristo.
En efecto tempranamente, en 1813, si no es que desde antes —es difícil saberlo pues no nos ha llegado ninguno con fecha más antigua—, el retablo votivo comienza a hacer su aparición en la capilla del Señor del Huerto dando cuenta de los milagros que se le atribuyen. Otros dos retablos aluden a prodigios ocurridos en 1816 y 1817 y, sin duda, lo temprano de la aparición de esta práctica, la votiva —que, por otro lado, pareciera predominar en los más afamados santuarios—, en una capilla de reciente edificación y para una imagen que apenas “comenzaba” a instalarse en la vida religiosa de los moradores de Atlacomulco nos habla de un expreso reconocimiento por parte de los habitantes del pueblo de que la imagen podía obrar de manera prodigiosa. Nos advierte, sobre todo, de un vertiginoso ascenso devocional que se corrobora con tantos indicios que hemos referido hasta aquí y con los que todavía falta referir, pero que nos permiten adelantar semejante conclusión.
Sin importar la condición social de los pobladores, su ocupación, género o dificultades que se les presentaran, los retablos votivos que inmediatamente empezaron a aparecer en la capilla dejaban fiel constancia de que aquella prodigiosa imagen de Cristo era capaz de resolver cualquier problema por mayúsculo o minúsculo que fuera. Lo mismo podía auxiliar a sus desamparados devotos ante los peligros que se les presentaban en los inseguros caminos —el 3 de marzo de 1813, por ejemplo, salvó a doña Josefa Peláez, mujer de cierto decoro, como puede apreciarse por la indumentaria con que se le representó y por la expresión de de un fiero perro negro (el que amenazaba hacerla pedazos (véase imagen 2)— que impedir la consumación de actos carnales indeseables (el 14 de julio de 1816 se le invocó para evitar una violación) (Colín, 1981:
Milagros extraordinarios le sobraron. No faltó quien incluso le atribuyera la maravilla de resucitar a los muertos, como fue el caso de la hija del administrador de la hacienda de Tocxi, don Trinidad Monroy, y de doña Josefa Flores, que al caer a una zanja el 3 de mayo de 1817 murió ahogada; sin embargo, al ser invocado el Señor del Huerto este se le apareció a la desconsolada familia y “en el instante resucitó la niña muerta” (Colín, 1981: 36-37). En este contexto y con tal fama de por medio nada parece tener de extraño que el propio arzobispo de México, don Pedro José de Fonte, concediera “ochenta días de indulgencia a todos los que devotamente rezaren un Credo ante esta venerable Imagen” como se asienta en una de las litografías publicadas por Mario Colín en su libro sobre los retablos del Señor del Huerto (véase imagen 4). Al respecto, debemos señalar que en 1822 este prelado realizó una visita pastoral por el territorio del arzobispado que incluyó a Atlacomulco, lo que podría indicarnos que fue en aquel año cuando emitió semejante disposición; sin embargo, también debemos decir que la constancia que existe en el archivo parroquial de Atlacomulco sobre la visita de Fonte nada refiere acerca de sus disposiciones dictadas en esta Lo consignado en la litografía es, hasta ahora, el único indicio que nos permite hablar de la que parece ser la primera, aunque no la única, prescripción emitida por un alto jerarca de la Iglesia mexicana para la veneración al Señor del Huerto.
Una vez más, no deja de llamar la atención el interés que prontamente cobró la imagen ya no se diga entre la población devota de Atlacomulco, sino que ahora también entre las autoridades eclesiásticas. La disposición de Fonte sería un reconocimiento tácito del visto bueno de la Iglesia, siempre ávida de normar y regular cultos locales surgidos espontáneamente, ante la veneración de esta imagen que del paseo en las procesiones de la Semana Santa subiría al altar para su consecuente devoción.
“Las tierras del santo”
En mayo de 1836, unos meses antes de que tuviera lugar el robo de agosto de ese mismo año, tomó posesión de la parroquia de Atlacomulco don José Soriano quien, elevado a tal cargo, pasaba a sustituir a don José Antonio Archundia. Como primera medida de su ministerio, y con la cual prácticamente comenzó el ejercicio de sus funciones, realizó la toma de posesión de la parroquia y de la capilla del Señor del Huerto, teniendo como testigos a dos miembros del clero, algunos vecinos particulares y al Ayuntamiento, tan afecto a involucrarse en los asuntos religiosos —algo comprensible, pues aún estaban lejanos los tiempos que demandarían la plena disociación de las potestades civil y religiosa—. Lo relevante para estas líneas es que, al margen de la relación que presenta en el informe asentado en los libros parroquiales sobre los paramentos, muebles y utensilios con que contaban ambos templos, Soriano advertía que la parroquia, dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, tenía fincas, producto de las obras pías con las cuales los vecinos de Atlacomulco se habían congraciado con la patrona y otros santos del pueblo que, desde la época virreinal, habían sido venerados mediante la formación de cofradías para su culto (véase cuadro 1). Lo notable, sin embargo, es que por lo que refiere Soriano no sólo la patrona de Atlacomulco y demás santos contaban con este tipo de bienes que, como veremos, servían para sostener el culto religioso y las fiestas dedicadas a los santos, sino que también el Señor del Huerto poseía las suyas, a saber: un par de solares que el antecesor de Soriano, José Antonio Archundia, en funciones entre 1835 y había comprado y agregado a la referida
Hasta aquí la descripción de Soriano merece un comentario. A diferencia de lo que ocurría con la patrona de Atlacomulco y otros santos, que poseían fincas producto de las obras pías, es decir, de la donación de los propios feligreses, el Señor del Huerto contaba con las suyas resultado de la adquisición por parte del propio cura párroco, ¿acaso como consecuencia de la notoria necesidad que tenía de ellas y que le eran tan indispensables para costear y sufragar los gastos de su culto? Es posible que, al advertir la falta de tierras para el sostenimiento del culto al Señor del Huerto —un culto que, ciertamente, no podía descuidarse, menospreciarse ni ignorarse fácilmente, dada la indiscutible preeminencia que había alcanzado—, Archundia se diera a la tarea de adquirir, entre 1835 y 1836, las tierras de las que originalmente carecía el venerado Cristo.
Gracias al informe que una década más tarde, en 1846, la subprefectura de Ixtlahuaca le solicita a la autoridad local de Atlacomulco sobre las obras pías y establecimientos piadosos con que cuenta la parroquia, sabemos con exactitud no sólo a quiénes pertenecían las tierras, sino también su distribución, las pérdidas —porque evidentemente las hubo— y también quién era el principal beneficiado con la posesión de la tierra que le permitía sostener con cierto decoro su culto, a saber: el Señor del Huerto.
En efecto, mediante este documento fechado el 15 de septiembre nos enteramos de que la parroquia contaba con diez solares de magueyes destinados, cada uno, a las siguientes imágenes: Nuestra Señora de Guadalupe —la titular del pueblo—, el Santísimo, el Santo Cristo del Calvario, las Ánimas, la Purísima —los cuales, durante la época virreinal contaron con una cofradía (véase cuadro 1)—, Nuestra Señora del Rosario, San Antonio, la Preciosa Sangre, Nuestra Señora de los Dolores —¿acaso la misma alojada en la capilla del Señor del Huerto?— y, por supuesto, el Señor del Estas últimas cinco imágenes, ausentes en la radiografía devocional que la visita de 1717 de Lanciego nos permite conocer para Atlacomulco, habían visto un despegue en su veneración durante el siglo xix y fue tal su éxito que hacia 1846 —sin duda, mucho antes— contaban por lo menos con un solar de magueyes para el sostenimiento de su pues, como advierte el informe, la raspa de los magueyes y la consecuente venta del producto —el pulque—generaba ingresos que, aunque cada año variaban, se invertían “en los gastos que se hacen para el culto de las expresadas imágenes y en misas que se aplican por los es decir, por el descanso eterno de quienes habían donado las tierras para el sostenimiento del culto de las imágenes (en el caso del bienhechor del Señor del Huerto debemos suponer que se trata del cura Archundia).
Como puede apreciarse, en el lapso de una década —desde que se informa que el Señor del Huerto contaba con dos solares que el cura párroco había adquirido para el culto de esta imagen (en 1836) hasta el informe levantado en 1846— la imagen ya había perdido uno de sus dos solares (se ignora el contexto en que ocurrió semejante pérdida). No obstante esta merma, el culto al Señor del Huerto distaría de sufrir ningún revés pues, como advierte el informe de 1846, la imagen contaba con el mayor de los diez lo que le permitía sufragar los gastos de su celebración. En 1845, por ejemplo, el solar había producido diez pesos durante el año, cantidad considerable para la Ni siquiera la patrona del pueblo podía preciarse de contar con un solar que le prodigara las rentas que generaba el del Señor del Huerto.
Sintomática apreciación, ¿acaso no podría hablarnos de la exuberancia con la cual seguramente se ostentaban los festejos dedicados al Señor del Huerto, mucho más fastuosos que los de la propia patrona del pueblo, dado que contaba con mayores medios que ella para que así se verificaran? Si así fuera, es posible vislumbrar por qué las autoridades políticas de Atlacomulco se interesaron y mostraron más interés en la regulación de la fiesta del Señor del Huerto que en la de la propia patrona —como lo advierten las actas de las reuniones del cabildo—, cuando la legislación liberal emanada durante la segunda mitad del siglo hizo de la fiesta un campo de su observación y
Finalmente, podría preguntarse el lector, ¿por qué sembrar magueyes y no otro producto? ¿De verdad era tan rentable su cultivo como para sostener anualmente el culto de las imágenes a las cuales pertenecían las tierras?Ciertamente llama la atención y causa escepticismo su viabilidad como negocio, si tomamos en cuenta que el cultivo del maguey era una práctica común en el valle de Ixtlahuaca y, por ende, en Atlacomulco, tal y como acusan los informes estadísticos de la época, que se empeñan en sostener que “la agricultura y el cultivo de maguey proporcionan los principales medios de subsistir” de la población (Basurto, 1977: 43; Vera, 1880: 93), y como también deja entrever el retablo votivo más antiguo que ha llegado hasta nosotros, dedicado al Señor del Huerto, cuyo paisaje recreado no deja escapar este agave omnipresente en la vida cotidiana de los moradores de Atlacomulco (véase imagen 3). ¿No acaso en tan sólo los diez solares se sembraba exactamente lo mismo? y, a la postre, quienes se dedicaban a la venta de lo producido por estos agaves (pulque) ¿acaso no tendrían mayores dificultades a la hora de ponerlo en circulación en un mercado abarrotado con este producto?
En efecto, no deja de llamar la atención que sólo magueyes y no otra variedad de cultivos, en estas condiciones, satisficieran los costosos deseos devocionales de los fervorosos creyentes del Señor del Huerto y demás imágenes veneradas. Quizá lo único que momentáneamente podría darnos una respuesta satisfactoria sería considerar que esta planta, sumamente apreciada y cultivada desde la época virreinal, incluso por la propia nobleza indígena de la región (García, 2000: 43-44), sí constituía un redituable negocio pues, a pesar de los intensos trabajos y cuidados que requería su siembra, un solar de magueyes podía explotarse durante varios años sin necesidad de emprender una nueva siembra cada año. Por esa justa razón y porque a medida que pasaba el tiempo los magueyes de los solares se iban raspando progresivamente, disminuyendo su número existente, el informe de 1846 no pudo asentar una cantidad fija de lo que anualmente se generaba con la venta de lo producido por estos soportes por entonces de una devoción traslúcida en las cotidianas, pero excepcionales, fiestas religiosas.
La función religiosa
Sustentada con lo que producían las tierras de las que disponía el Señor del Huerto y costeada gracias a la venta de pulque, ¿cuándo se verificaba la fiesta —la función religiosa, empleando la terminología de la época— dedicada al Señor del Huerto? En principio no podemos dejar de llamar la atención de lo que se ha enunciado: el Señor del Huerto ¡tenía una fiesta para sí!, es decir, un tiempo definido en el cual él y sólo él era el objeto de una devoción que, en ese preciso momento, permitía al espectador y partícipe de la fiesta olvidarse momentáneamente de la patrona del pueblo, la cual tenía reservado para sí su propio y particular tiempo festivo hasta fines del año, el 12 de diciembre.
La fiesta del Señor del Huerto ocurría, sin embargo, mucho antes que la de la patrona del pueblo; ¿cuándo?, Trinidad Basurto (1977: 43) parece darnos la respuesta al dejar constancia de que a inicios del siglo xx su fiesta se celebraba “en la tercera dominica de Septiembre”, es decir, el tercer domingo de septiembre. ¿Fue siempre así?
El primer atisbo relativo al día destinado a llevar a cabo la función del Señor del Huerto procede de un documento fechado el 11 de septiembre de 1852: una respuesta que da el subprefecto de Ixtlahuaca al alcalde de Atlacomulco a un oficio mandado por este el 7 de septiembre y en el cual el primero señala la posibilidad —aunque no la certeza— de acudir, si sus ocupaciones se lo permiten, a la función religiosa que —explicita el documento— “el 19 del presente debe celebrarse en esa parroquial al Señor del Se sabe, por otro documento con esa misma fecha —aunque esta vez se trata de la respuesta del juzgado de Ixtlahuaca al alcalde de Atlacomulco al mismo oficio que se le despachó al subprefecto—, que la función que “se celebra en ese pueblo en veneración a la imagen del Señor del solía realizarse anualmente. Por último, por las actas de cabildo de Atlacomulco sabemos que meses atrás, el 31 de mayo y el 23 de agosto de 1852, se reunieron los miembros del ayuntamiento para discutir, entre otros asuntos, los preparativos y arreglos necesarios que debían efectuarse a propósito de la función dedicada al Señor del función anual que se realizaba en septiembre.¿Correspondía aquel 19 de septiembre de 1852 al tercer domingo del mes en el cual se verificaba el festejo a esta imagen de Cristo, como remite Basurto, hacia principios del siglo Como puede corroborarse mediante el calendario 1 —disponible en internet—, en efecto, el 19 de septiembre de ese año fue el tercer domingo de septiembre, con lo cual damos con el primer indicio que confirma la constitución de la función del Señor del Huerto en la fecha referida por Basurto.
Calendario 1
SEPTIEMBRE 1852 | ||||||
D | L | M | M | J | V | S |
1 | 2 | 3 | 4 | |||
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Día en que se verificó la función dedicada al Señor del Huerto en Atlacomulco.Fuente:
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 9.
Otra alusión a la fiesta del Señor del Huerto nos lleva más adelante en el tiempo hasta 1867, para ser precisos, a la sesión celebrada por el cabildo el jueves 12 de septiembre y en la cual se trató, entre otros asuntos, la vigilancia que debía observarse con motivo de “la próxima función que anualmente se celebra en este pueblo el 2º domingo de septiembre”, vigilancia que era recomendable efectuar a fin de evitar desórdenes por parte de los forasteros que concurrían a La noticia, como puede verse, contradice lo señalado para 1852, pues señala que la función se verifica durante el segundo domingo de septiembre y no durante el tercero. No obstante, la contradicción se despeja al revisar el calendario correspondiente a septiembre de aquel año y descubrir, sorpresivamente, que el segundo domingo del mes ya había pasado para cuando el cabildo apenas se encontraba discutiendo sobre la vigilancia del festejo que además —asienta el acta— estaba “próxima” a realizarse (véase calendario 2). Aunado a lo anterior, el acta advierte “desde mañana en la noche [es decir, el 13 de septiembre] sería bueno disponer que los auxiliares del cuartel por turno de cinco hombres [...] ronden el pueblo para que no se cometan Parece evidente; próxima a realizarse la función se celebró el 15 de septiembre y no el día 8 como la declaración del secretario da a entender, quien indudablemente se equivocó, en este caso, al confundir el tres con el dos y anotar mal el domingo en el cual se festejaba al Señor del Huerto.
Calendario 2
SEPTIEMBRE 1867 | ||||||
D | L | M | M | J | V | S |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 |
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29 | 30 |
Día en que tuvo lugar la sesión de cabildo de Atlacomulco.
Día en que, según el acta de cabildo, se verificaría la función dedicada al Señor del Huerto.
Día en que se verificó la función del Señor del Huerto.
Fuente:
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 20, fs. 12v-13r.
Así las cosas es evidente que, para ese momento, la fiesta del Señor del Huerto ya llevaba varios años de venir realizándose el tercer domingo de septiembre y así se mantendrá, como puede corroborarse por evidencias de años subsecuentes, entrado el siglo época en la cual Basurto daba a conocer su obra, y hasta el día de
Quisiéramos destacar una última apreciación sobre la fiesta del Señor del Huerto. Es sintomático que la fiesta se realice los domingos, es decir, cuando la población descansa y cuando un mayor número de devotos puede darse cita para venerar al Señor del Huerto. A diferencia de la festividad patronal, que tenía una fecha establecida e inamovible (12 de diciembre), la del Señor del Huerto, aunque también fijada invariablemente para el tercer domingo de septiembre, contaba con la ventaja de que se realizaba justamente en domingo, un día que la población —lo mismo labradores que otros sectores de la sociedad— dedica al descanso, como se precisa en un acta de cabildo de y se dispone de mayor libertad para acudir a venerarlo.
Esta apreciación podría darnos mayores luces para desentrañar el origen de la fecha en la que tiene lugar la función religiosa y advertir que, seguramente, desde sus inicios, se pensó en esta bondadosa ventaja y la fiesta del Señor del Huerto, deliberadamente planeada, quedó establecida para efectuarse, cada año el tercer domingo de septiembre, siendo sumamente concurrida y, por tanto, motivo de regulación, llegada la hora de poner en práctica la Reforma liberal y procurar la conservación del orden público.
Estrategias devocionales
Si hacemos caso nuevamente a la litografía que Mario Colín rescata en su edición sobre los retablos del Señor del Huerto, tuvieron que pasar poco más de cuatro décadas desde la visita del arzobispo Fonte a Atlacomulco para que un prelado volviera a emitir una disposición que —semejante a la de Fonte—, contribuyera a la devoción del Señor del Huerto. La litografía en cuestión es sumamente precisa: si el arzobispo Fonte había concedido 80 días de indulgencias “a todos los que devotamente rezaren un Credo ante esta venerable Imagen”, “otros tantos concedió por un Credo o un Padre nuestro el Ilustrísimo Señor Don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos”(véase imagen 4).
Por los informes existentes en el archivo parroquial de Atlacomulco tenemos conocimiento de que, con motivo de la visita pastoral que el arzobispo emprendió en el valle de Ixtlahuaca, Labastida estuvo en el pueblo de Atlacomulco los días 23 y 24 de junio de Nada refiere la descripción que se encuentra en los libros parroquiales sobre las disposiciones que el prelado pudo haber emitido sobre la veneración a las imágenes del pueblo como la del Señor del Huerto y, otra vez, como ocurre con el caso de la visita de Fonte, debemos suponer que fue en este año y durante esta visita cuando pudo tener lugar lo que acusa la litografía, única fuente que a la sazón da cuenta de semejante prescripción. Es posible que, en efecto, lo consignado por la litografía haya sucedido en 1866, pues en mayo de 1881 Labastida haría otra visita pastoral en Atlacomulco con la singularidad de que en esta ocasión únicamente emitiría disposiciones en favor del culto a la Santísima Trinidad y el señor San José, ya que tiempo atrás, en 1866, había hecho lo mismo con“las demás imágenes principales que se veneran en esta parroquia”, seguramente entre ellas el Señor del
Lo dispuesto por el arzobispo no deja de advertirnos las diversas estrategias mediante las cuales podía tejerse la devoción en torno a una imagen.A la fiesta, que congregaba a los fieles y los ponía en contacto con la imagen canalizando su devoción en torno a ella, y a los retablos votivos, que narraban y daban testimonio a propios y extraños de los milagros que era capaz de realizar la imagen venerada —lo cual estimulaba todavía más su devoción—, habría que agregar las prescripciones de la jerarquía católica que precisamente por ser emitidas por esta eran acogidas con beneplácito por la feligresía. La propia litografía a la cual se ha acudido, seguramente expuesta al público en aquella época, formaría parte de estas estrategias con miras a acrecentar o cuando menos mantener la devoción a esta imagen que era el Señor del Huerto. En este tenor, la visita ocasional de un alto dignatario de la Iglesia a la capilla del Señor del Huerto también advertiría la relevancia de la imagen que difícilmente podía pasarse por alto. Más al á de las visitas realizadas por el arzobispo no podemos ignorar la visita que el 15 de noviembre de 1869 realizaría don Miguel García Requejo, vicario foráneo de Almoloya, a la parroquia de Atlacomulco, contemplando no sólo la visita al templo de la patrona del pueblo, sino también a la capilla del Señor del Huerto en donde, como se ha visto, se encontraba la imagen de la virgen de Dolores, la misma que el vicario ordenaría desaparecer por hallarse en tan mal
Por último, merece la pena destacar, como signo inequívoco de la notabilidad que ostentaba el Señor del Huerto entre los habitantes de Atlacomulco, que por lo menos desde 1858, según sabemos, la imagen servía a modo de referente para dar nombre a la calzada donde se asentaba su templo, como continuamente se observa en diversas actas de cabildo expedidas durante la segunda mitad del siglo xix en referencia a la “calzada” o “cal e del
“Para su mayor culto y veneración.” El retablo votivo y sus alcances devocionales
Finalmente, luego de haber padecido desde 1827 y por espacio de tres años una grave enfermedad en los ojos, la niña María Josefa Cleofás quedó completamente ciega. La madre, desesperada de ver así a su hija, y entre lágrimas, no tuvo más remedio que encomendarse “muy de veras” al Señor del Huerto y a su madre, bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen, en espera de que ocurriera algún milagro y revirtiera la situación a la cual no podía dar crédito. Y sucedió, pues, como la misma madre de María Josefa declara en el retablo que les dedicó a ambos, “fue tan grande la maravilla de este Divino Señor y de su Madre Sma. que qedo enteramente con su vista y sin leision ninguna” (véase en Colín, 1981: 40-41). Fue tal el prodigio que, para dar cuenta de este entre los devotos del Señor del Huerto y su madre y para pagarles la deuda contraída con ellos al invocarlos en su desesperación y solicitarles su mediación, la madre de María Josefa les dedicó un retablo “para su mayor culto”, en el cual los devotos de la imagen de Cristo pudieran percatarse —“leer” la imagen, en caso de no saber hacerlo con la cartela— de la ceguera de su hija y de la devastación que la invadió a ella que, con un paño en la mano —indicio claro del llanto que no podía contener—, no tuvo más remedio que buscar en medio de su desolación la intervención divina. Ambas, madre e hija, aparecen hincadas, la niña con las manos en actitud suplicante, mirando al cielo donde, entre nubes, se puede apreciar tanto al Señor del Huerto como a la virgen del Carmen con el niño en los brazos y su inconfundible escapulario. Madre e hija están de rodillas, ora para pedirles el prodigio esperado, ora para darles las gracias por haberlo realizado y haberlas ayudado en un momento de devastación, angustia y con la sensación de hallarse completamente solas, desamparadas, como así parece dar a entender el espacio doméstico en el que fue representada la historia.
Historias como la de María Josefa, llevadas a la tela o, sobre todo, a la lámina metálica, material comúnmente empleado durante el siglo xix como soporte del retablo votivo, plasmadas gráficamente, servían —como deliberadamente se proponía hacerlo la madre de María Josefa— para acrecentar la devoción del Señor del Huerto, “para [propiciar] su mayor culto”. Es lo que también se propuso lograr don Rosaliano Martínez que, estando en el rancho de Tite —Ticti—, localizado en Atlacomulco (Basurto, 1977: 42), en compañía de un niño, disparó por accidente un arma de fuego que lo rozó y le dejó una cicatriz en la garganta mientras que al niño igualmente lo hirió inflingiendole una cicatriz en la nariz. Como cuenta el propio Rosaliano, se invocaron “los Dulces Nombres de Jesus Maria y José y al Señor del Huerto por lo que quedo con vida”, en consecuencia, dándoles las gracias, les dedicó un retablo “para mayor culto a estos Divinos Señores” (véase en Colín, 1981: 68-69).
Buscando igualmente “su mayor culto y beneracion”, José Policarpo Velázquez quiso dejar también constancia del prodigio que tanto el Señor del Huerto como el Santo Niño de Atocha realizaron de manera mancomunada cuando, hal ándose enfermo y sin más remedio que tener que amputarse una pierna, la familia de Velázquez los invocó para que José Policarpo saliera con vida y con bien de la operación, sin duda alguna, motivo de terror en una época en la cual las intervenciones quirúrgicas comenzaban apenas a aparecer y lejos estaban de tener siempre, y como ocurrió con Velázquez, un venturoso desenlace (véase en Colín, 1981: 72-73).
Más allá de los fines devocionales, ciertamente un objetivo prioritario pero no el único, los retablos votivos que los oferentes de Atlacomulco le dedicaban de cuando en cuando al Señor del Huerto guardaban los más diversos fines, pero sin ir más lejos dejemos que sean ellos mismos quienes los expongan, a partir de sus propias y singulares experiencias cotidianas, no siempre documentadas por otros medios. Así, a la pretensión de “mayor culto y Beneracion” al Señor del Huerto que, por ejemplo, perseguía el señor don Julián González —representado, por cierto, en un escenario que dista de alcanzar la sencillez, lo que permite nos suponer la posición decorosa que tenía—, a quien había librado de un accidente con sus caballos (véase en Colín, 1981: 74-75), vemos a Rafael Leañes, mayordomo de la hacienda de Toxi ubicada en Atlacomulco (Basurto, 1977: 41), quien en mayo de 1830 mientras trabajaba con los operarios de las yuntas, fue golpeado por un rayo en una pierna y le mató a su caballo. Leañes le dedica un retablo al Señor del Huerto con el fin de guardar y perpetuar la memoria de la “maravilla”que le realizó, a saber: haberle levantado el caballo muerto luego de que los operarios lo invocaron (véase en Colín, 1981: 48-49).
Siempre visto como una constancia de los milagros que el Señor del Huerto les concedía a quienes lo invocaban y pedían su mediación, el retablo votivo constituía también una promesa que, con motivo del problema que se les presentaba, hacían los afectados en aquel aparatoso momento; acaso porque ante los innumerables testimonios que habían ido a parar a su capilla sabían que con el sólo hecho de prometerle el retablo a la imagen esta podía beneficiarlos en su malestar. Pero no faltaban los escépticos, que también podían hacer la promesa de dedicarle un retablo no en el momento mismo del problema, sino luego de haber constatado la efectividad de invocar su mediación y ver que, en efecto, su respuesta había sido favorable. Fue lo que le pasó a un hombre que, víctima de un fuerte dolor, invocó al Señor del Huerto para lograr su restablecimiento, no conforme con ello pensó en cambiar de religión si no se recuperaba. Tras haber visto el poder del “divino Señor” “prometió llevarle este retablo” (Colín, 1981: 58-59).
Vistos por los propios oferentes como mecanismo idóneo para fomentar la devoción y el culto al Señor del Huerto, y como ofrenda para saldar sus deudas contraídas con él, los retablos, al fin y al cabo testimonios de fe que consignaban y perpetuaban acontecimientos locales en los cuales intervenía la imagen venerada y que difícilmente llegaremos a encontrar en las fuentes oficiales e institucionales, eran también un abierto reconocimiento a los prodigios que se le atribuían a la imagen y que había venido acumulando al correr de los años y, como se ha visto hasta aquí, son de lo más diversos. No en vano don Vidal Fuentes, víctima de un accidente causado por la caída de un puente, consecuencia de la crecida del río, invocó al Señor del Huerto y al poco rato salió con todo y su caballo. Como él mismo asevera: “En reconocimiento dedica este Retablo al Señor” (véase en Colín, 1981: 60-61).
Una devoción popular
Solamente 36 retablos votivos dedicados al Señor del Huerto llegaron hasta nosotros, a través de la publicación de Mario Colín, de los cuales 26 están perfectamente fechados en el siglo No es difícil suponer que hayan sido muchos más —proporcionales a la briosa fama y devoción que iba alcanzando la imagen— y que el tiempo, el deterioro —como se aprecia en algunos que Colín alcanzó a publicar y cuyas cartelas no siempre son legibles—, el extravío, su destrucción o el saqueo contribuyeran a su irremediable pérdida.
Como ocurre con la mayoría de los retablos, que normalmente no son signados por su autor —conocido en el mundo votivo como retablero, milagrero o santero—, es imposible saber a ciencia cierta quién o quiénes crearon aquellos dedicados al Señor del Huerto. No obstante sí podemos conjeturar, como Colín lo hizo, quiénes pudieron realizarlos. Por este autor sabemos de la existencia de dos pintores, padre e hijo, oriundos de Atlacomulco, que vivieron en el siglo xix y dedicaron su producción en buena medida a fines religiosos. Se trata de Vicente Montiel —quien estudió dibujo y pintura en la Academia de San Carlos, en la ciudad de México, que incluso pintó en 1858 un cuadro de la virgen pastora el cual estaba en la entrada de la capilla del Señor del Huerto— y de su hijo, Jesús Montiel (Colín, 1981: 28-29). Dada esta formación de por medio, su producción artística se identifica con los temas religiosos tratados; y dado que ambos, en tanto oriundos de Atlacomulco, seguramente eran devotos del Señor del Huerto, es posible que sean los artífices de esos retablos que han llegado hasta nosotros.
En efecto, es probable que los Montiel sean los autores materiales de algunos de los retablos votivos que aquí se han venido comentado y que tal como Hermenegildo Bustos, afamado retratista, pero igualmente retablero, se dieran a la tarea de trabajar en la confección de los retablos que los habitantes de Atlacomulco les pedían para dejar constancia de una devoción en la cual ellos, los Montiel, seguramente querían contribuir con su habilidad en la pintura, por tratarse de una imagen que había arraigado en Atlacomulco, su tierra natal.
Huelga decir que, si ellos fueran los autores de esta producción votiva, serían también los autores de las cartelas donde, como ha podido apreciar el lector y pese a la sólida formación que, debemos suponer, tenían ambos pintores, abundan lo que hoy para nosotros serían errores ortográficos, pero que no podemos decir que lo fueran en la época de los Montiel sencillamente porque las normas y convencionalismos ortográficos no existían todavía. Con justa razón —valga la pena decir— también podemos apreciar “errores ortográficos” en los retablos que pinta
¿A dónde nos lleva todo esto? A matizar el argumento que se maneja en los estudios sobre exvotos en el sentido de que a través del análisis de las cartelas, o los textos que los conforman, podríamos descubrir la formación del retablero (Bélard, 1996: 67), ya que es bien sabido, a partir del propio ejemplo de Bustos y podríamos agregar a los Montiel, que así como hubo milagreros notables con una vasta preparación, los hubo también quienes careciendo de formación como pintores, surgidos del pueblo, pero con un talento nato, se dedicaron a pintar retablos. Es como si a través del lenguaje y el discurso (el uso de una escritura con o sin faltas de ortografía) se inten-tara clasificar el retablo votivo producido en senderos cultos y diferenciarlo de aquel que no lo fue.
Baste decir que somos de la idea de que así como el exvoto fue solicitado y consumido por las clases aristocráticas, gente de posición decorosa, pero también por gente menuda, el exvoto fue cultivado y evidentemente apreciado tanto por los retableros que contaban con una sólida preparación como por aquellos que no la tenían. Era, pues, elaborado y consumido masivamente, sin que esto signifique —como buena parte de los estudiosos del exvoto señalan— que se tratara de una manifestación perteneciente a los sectores populares —el pueblo— o que correspondiera a un arte popular (prácticamente se le ha querido ver como una artesanía).
Debemos recordar que el retablo nació y perteneció a los círculos aristocráticos para después descender y verse apropiado por otros sectores sociales. Su origen nos devalaría entonces que en sus comienzos fue una manifestación de “alta cultura”, si se quiere partir de la división clásica de la cultura. Así, siguiendo la propuesta charteriana, partimos del supuesto de que el retablo, efectivamente, fue una manifestación popular, pero no en el sentido de pertenecerle única y exclusivamente al “pueblo” sino que fue consumido por muy diversos estratos sociales y, aunque “manifestación culta” en sus orígenes, más tarde pasó, sobre todo durante el siglo a pertenecer al dominio de las masas, pero sin que esto quiera decir que las altas capas sociales lo dejaran de consumir o lo abandonaran completamente (Giffords, 2000: 12-13). La naturalización del retablo votivo, como manifestación popular, obedecería, a que su uso se extendió entre la gente, los feligreses y los devotos de muy distintas condiciones que iban ganando las imágenes de culto como la del Señor del Huerto.
En efecto, ofrecidos lo mismo por gente de decorosa posición económica que por gente sencilla y humilde, los retablos procedentes de Atlacomulco nos arrojan algunas conclusiones interesantes: el acto de ofrecer retablos era una práctica en la que participaban por igual poderosos y desheredados, pues ¿acaso no se antoja de una respetable posición doña Josefa Peláez, la misma que fue atacada por un perro, así como don Julián González, el que tuvo percances con sus caballos? La indumentaria de la primera y el escenario en donde se sitúa al segundo, lejos están de hablarnos de gente sencilla que normalmente parece ser representada en los retablos en espacios domésticos, cerrados y sin gran ornato. ¿Acaso no hay grandes diferencias entre las formas con las cuales doña Josefa Peláez y don Julián González aparecen referidos en las cartelas, y la manera en la cual aparecen mencionados María de la Luz Álvarez y su esposo Francisco, sin el trato de “doña” y “don”?, ¿y las peticiones que cada oferente le realiza al Señor del Huerto, acaso no tienen notables variaciones? ¿Tendría acaso la misma trascendencia para todos los oferentes pedirle al Señor del Huerto por el restablecimiento de la salud que por el cuidado ante el ataque de un perro fiero que puede antojarse, hasta cierto punto, como una trivialidad si no fuera por el dramatismo y exageración que se le imprimió al prodigio, a partir de la representación del perro, y si no fuera porque este prodigio tendría razón de ser para una mujer que, amén de tener una posición decorosa, estaba sola cuando ocurrió el percance, por no decir que se figuraba que era el Demonio quien se la había
Por supuesto, la devoción materializada al Señor del Huerto a través de los innumerables retablos votivos que le fueron dedicados abarcó los más diversos sectores sociales, pero además ocupacionales; hablamos de labradores, peones, administradores y mayordomos de las haciendas y hasta curanderos. La devoción se extendió hasta lo más diverso y variopinto de la población de Atlacomulco. Desde luego, y así debe suponerse, la confección de los retablos se encontraba igualmente mediada por el pago pecuniario, pago que no todos podían realizar y que, ciertamente, se traduciría en la pérdida de innumerables testimonios que, por la falta de recursos, no pudieron ser documentados y conservados para la posterioridad.
En efecto, mandados a realizar por gente que contaba con recursos suficientes ninguna extrañeza debe causarnos que don Vidal Fuentes, sin duda ferviente devoto del Señor del Huerto, se haya dado el gusto de pedir la elaboración de dos retablos, uno en 1857 con motivo del percance que sufrió por la crecida del río; y el otro, un año después, en 1858, porque hallándose mal del corazón su familia invocó al Señor del Huerto con lo que de inmediato comenzó a aliviarse. Cabe destacar que don Vidal —el único personaje de quien nos llegaron dos retablos— aparece representado exactamente con la misma fisionomía —barba y bigote— en los dos exvotos (véanse en Colín, 1981: 60-61 y 64-65), lo cual nos advierte que, contrario a lo que comúnmente se piensa sobre los convencionalismos a los que se acudía en el exvoto para representar a las personas, en el sentido de que no importaba que no se les representara fielmente, pues lo importante era fijar, a partir de estereotipos, la idea que se deseaba dar a conocer —juicio que, no obstante, no deja de ser certero—, en este caso don Vidal Fuentes sí es, efectivamente, quien aparece en ambos retablos. El milagrero, sin duda, lo conocía. Tampoco tiene nada de extraño que, en el caso del retablo acerca del prodigio ocurrido a Rafael Leañes, el mayordomo de la hacienda de Toxi, a pesar de que los operarios de las yuntas fueron quienes solicitaron la mediación al Señor del Huerto para que el caballo se pusiera de pie, no fueran ellos quienes precisamente le dedicaran el retablo, primero porque el prodigio no los beneficiaba directamente a ellos y luego porque su confección estaba supeditada a un pago para el cual no todos tenían los medios. Como puede verse, contrario a lo que podría pensarse, la devoción correspondiente al Señor del Huerto, traducida en los retablos que se le dedicaban, lejos estaba de ser un fenómeno que les perteneciera única y exclusivamente a las masas, pues su devoción, popular, aglutinaba a los más diversos sectores de la sociedad de Atlacomulco.
¿Prodigios azarosos? Espacio y devoción
El Santuario del Señor del Huerto —pese a que durante todo el siglo la Iglesia jamás lo consideró como tal— sería llamado así por la población de Atlacomulco quizá porque se veía atiborrado de retablos votivos que daban cuenta de los más diversos prodigios que era capaz de efectuar la venerada imagen, pero sobre todo por el alcance devocional que habría de conseguir más allá de Atlacomulco. Los exvotos que han llegado hasta nosotros constituyen una notable ventana a los portentos que en el siglo xix se le reconocieron al Señor del Huerto, que sucesivamente conforme pasaba el tiempo fue acumulando y que, por supuesto, no eran producto del azar, todo lo contrario, respondían al espacio en el cual se estaba configurando la devoción y en el cual se inscribía el Señor del Huerto.
En efecto, los prodigios llevados al retablo tomaban carta de naturalización del espacio que los vio nacer. En este sentido los retablos nos ilustran bastante bien acerca de los padecimientos, las enfermedades, los accidentes y los problemas locales que dominaban en Atlacomulco y espacios aledaños durante el siglo; nos remiten a la vida cotidiana de los moradores de la población y, sin duda, recuperan aspectos que pasan desapercibidos en las fuentes oficiales, tales como las experiencias que acercaban a la gente con lo divino.
Respecto a los prodigios que se documentan encontramos que algunos son referidos de manera detallada —discursiva y gráficamente—, quizá porque el oferente desea dejar constancia de las maravillas que ha sido capaz de obrar el Señor del Huerto; desea que se conozcan. Hay otros que son más bien discretos, que no se apoyan tanto en el discurso visual, optando por la prudencia que el discurso escrito ofrece y que reduce considerablemente el número de lectores, mínimo en una sociedad donde predomina el analfabetismo, tal vez porque el prodigio que se debe dar a conocer —dado que se solicitó la mediación del ser divino y no puede evadirse el compromiso que se ha contraído de dedicarle el correspondiente retablo votivo— compromete seriamente al oferente sabedor de la potencialidad de los retablos para convertirse en objeto de dominio público.
Lo anterior podría explicar el caso del retablo que alude a la violación que iba a cometer, en 1816, el hijo de Miguel Flores y que, aunque mucho más explicativo en la cartela, visualmente se reduce en presentar una actitud de agradecimiento con un oferente hincado dándole las gracias al Señor del Huerto por haber evitado el mal, y sosteniendo una cera con las manos, sin dar mayores detalles del infausto acontecimiento que se iba a cometer (véase en Colín, 1981: 34-35).
Pasando propiamente al peso que el espacio tiene en esta serie de historias particulares consignadas en los retablos debemos advertir que, indudablemente, en estos se hallan referidas la geografía, las actividades y ocupaciones de la población, las enfermedades endémicas del municipio, en fin, hasta las imágenes religiosas presentes en el espacio —las devociones locales— y con las cuales cohabita el Señor del Huerto y, no conforme con esto, influyen de forma notable en los milagros representados y son reconocidos de forma expresa como tales por la población de Atlacomulco. Los retablos votivos mucho nos dicen sobre lo que era Atlacomulco en el siglo xix y sobre lo que la gente, inmersa en un horizonte espacial perfectamente definido, le solicitaba al Señor del Huerto.
En este tenor, ¿acaso no brotan esporádicamente en los retablos las labores del campo y la raspa de magueyes?, actividades que tanto Fortino Hipólito Vera (1880: 93) como Trinidad Basurto (1977: 43) sostienen como predominantes en Atlacomulco (véase imagen 3). ¿Acaso no están colate-ralmente presentes en el marco de los prodigios que los devotos del Señor del Huerto buscan perpetuar para la posterioridad? Muchos de los accidentes referidos en esta sintomática producción votiva, ¿acaso no involucran animales? (véanse en Colín, 1981: 46-49, 52-55, 60-61, 66-67, 74-75 y 82-83) que, sin duda, nos remiten a la actividad ganadera presente en Atlacomulco desde la época virreinal, pues el espacio contaba desde aquel entonces con “muy buenos pastos para toda suerte de ganados mayores y menores” (García, 2013: 58) alentando, efectivamente, la ganadería.
Tratando de ir más allá de lo evidente, ¿no sería factible suponer que los labradores, un número importante de la población ocupacional en Atlacomulco, muchos de ellos hablantes del mazahua, vieran en el Señor del Huerto, que portaba como cetro una caña de maíz, a un ser divino capaz de socorrerlos en sus actividades agrícolas y en los percances que nunca faltaban?
En efecto, es posible, a pesar de que ningún retablo nos ha llegado aludiendo al particular —es evidente por el factor económico que implicaba su confección—, que más allá de la capilla, en los campos, los labradores también buscaban la mediación del Señor del Huerto, pues a pesar de contar con cuerpos de agua —arroyos, ojos de agua, una laguna y, sobre todo, con el paso del río Lerma— que regaban sus tierras estas estaban compuestas más bien por lomeríos pedregosos y estériles (Basurto, 1977: 43; García, 2013: 58), consecuencia inevitable de la introducción del ganado que, desde la época virreinal había desgastado y erosionado los suelos y, en conjunto con los fríos y las heladas que nunca faltaban (García, 2013: 58; Vera, 1880: 8), hacían precaria la actividad agrícola y necesaria la intervención del Señor del Huerto en su deseado desenlace venturoso. Como fuera, el caso es que la actividad agrícola tampoco escapa al escenario recreado por el retablo (véase Colín, 1981: 48-49), algo comprensible, pues el espacio que los vio nacer era agrícola, rural.
En este espacio también predominaban entre la población las fiebres, los dolores de costado, el reumatismo y las afecciones cardiacas (Vera, 1880: 93; Basurto, 1977: 43); ¿acaso la gente le pediría al Señor del Huerto que intercediera por ellos en aras de conseguir el restablecimiento de su salud con motivo de estas enfermedades endémicas que los afectaban continuamente? Así parece, pues de otra manera ¿cómo explicar que los escasos, pero significativos, retablos que han llegado hasta nuestros días den cuenta de la capacidad de esta imagen para devolverle la salud a sus devotos? En efecto, tema dominante en la agenda votiva de la época, abundan los retablos dedicados al Señor del Huerto en los cuales sus devotos aluden a los prodigios realizados por esta imagen para devolverles la salud (véase imagen 3). Fiebres, dolores, hemorragias, enfermedades nerviosas y afecciones cardiacas —el llamado “mal del corazón”, a veces señalado también como la enfermedad del pecho “por malicia”—, desfilan sin cesar por los retablos del Señor del Huerto (véanse en Colín, 1981: 38-39; 50-51; 64-65; 76-77y 80-81).
Quizá valga la pena comentar el caso de Rafael Becerril, curandero del pueblo, quien al verse incapaz de ejercer con éxito su ocupación —pues se consideraba escaso de conocimiento ante los males que aquejaban a sus pacientes— prometió dedicarles un retablo al Señor del Huerto y a María Santísima cuando llegaran a verse sanados por lo menos 25 de sus enfermos. El portento rebasó con creces la solicitud de Becerril, ya que en lugar de curar a 25 enfermos el Señor del Huerto y su madre terminaron sanando a 35. La descripción que el retablo da sobre los males curados es reveladora. Grosso encontramos el alivio de crisis nerviosas, sustos, cólera, enfermedades de pecho, pulmonías, dolores de costado, cáncer, tifo, males del corazón, dolores de estómago y reumatismo (véase en Colín, 1981: 80-81).
Las maravillas atribuidas al Señor del Huerto abarcaban diversidad de aspectos, pues comprendían igualmente auxilio en accidentes, cura de ceguera, intercesión en el éxito de las intervenciones quirúrgicas, socorro en los ahogamientos y, cosa curiosa, en la resurrección de los muertos (véase Colín, 1981: 32-33; 36-37; 40-41; 46-47 y 72-73). Por supuesto, su intercesión contra la muerte, de la cual el quebranto en la salud podía convertirse en su preludio, nunca dejó de estar presente en la mente de los devotos de esta efigie de Cristo. Distante de verse ajeno a los problemas que aquejaban a la población en aquella época que atravesaba el siglo y que constituían la nota cotidiana en Atlacomulco, el Señor del Huerto socorría también a aquellos que viéndose en desgracia ante los asaltos en los caminos, como consecuencia del bandolerismo —tan común en el México decimonónico—, solicitaban su ayuda; incluso a quienes eran víctimas de riñas causadas por la embriaguez (véase Colín, 1981: 44-45; 70-71 y 84-85) un problema recurrente en Atlacomulco y que llena miles de legajos del ramo de justicia de su archivo.
Por último, valga la pena comentar un retablo excepcional que nos revela no sólo el evidente impacto de los grandes problemas nacionales de mediados de siglo entre las poblaciones ajenas a la ciudad de México como Atlacomulco, sino también el peculiar modo de entender la religión por parte del creyente quien, en esta ocasión, y con cierto margen de maniobra, dejó constancia de un prodigio que por la forma en que fue solicitado espantaría al más ortodoxo de los ministros de lo sagrado, sobre todo al de aquellos convulsos años que marcaron el compás de la Reforma y en los cuales la Iglesia se vio y se sintió gravemente asediada por las ideas rojas de los liberales. El oferente invocó de forma peculiar al Señor del Huerto, le solicitó su mediación y al ser beneficiado quiso dejar constancia del prodigio valiéndose del retablo votivo, pero no conforme con esto se propuso hacerlo del dominio público al depositarlo en la capilla del Señor del Huerto. Por fortuna para nosotros, el retablo sobrevivió a sus días de confección.
Ocurre que el 26 de febrero de 1857 el oferente —cuyo nombre no figura en el retablo que mandó pintar, acaso como medida precautoria por lo que se atrevió a hacer— se disponía a ir a la hacienda de G. de Bravo, pero en eso sucedió que se puso malo. Hal ándose gravemente enfermo y padeciendo un fuerte dolor invocó el auxilio del Señor del Huerto, pero quizá buscando que su súplica fuera todavía más efectiva, el afectado no dudó en incurrir en la amenaza, dando a entenderle al Señor del Huerto que, en caso de no restablecerse ¡cambiaría de religión! Lo que consta en el retablo es que “al instante sintio alivio y pronto se restablecio y prometio llevarle este retablo” al haber recibido el favor demandado (véase en Colín, 1981: 58-59). Conviene decir que la amenaza de la que se valió para conseguir sus caros propósitos nos remite, por un lado, a una peculiar manera de entender la religión por parte del creyente al pensar que mediante amenazas, algo que la ortodoxia católica sin duda le hubiera recriminado, aseguraría una respuesta favorable por parte del santo Cristo. Por otro lado, ciertamente no podemos soslayar que la amenaza se inscribía en una época que auguraba la libertad de creencias y planteaba como posibilidad futura, y no muy remota, la libertad de cultos. Al respecto, no podemos dejar de hacerle notar al lector que el retablo deja fiel constancia del día en que ocurrieron la amenaza y el consecuente prodigio. Fue el 18 de febrero de 1857, unos días después de que se juró la Constitución liberal —el 5 de febrero— y que, a juicio de la Iglesia católica, era “herética” y cuyos enconados debates que culminaron en esta carta magna habían tocado, entre otros aspectos capitales y sensibles para la época, la libertad de
Devociones conciliadas
Finalmente, es pertinente advertir que, aunque dedicados al Señor del Huerto, los retablos estuvieron lejos de ser siempre un expreso reconocimiento y agradecimiento que sólo a él se le daban y que únicamente a él se le destinaban. En efecto, los retablos vistos desde otro ángulo nos develan mucho más de lo que podría suponerse. En primer lugar huelga decir que, destinados al Señor del Huerto y remitidos en última instancia a su capilla, los retablos nos corroboran la briosa devoción que se tejió en torno a esta imagen en Atlacomulco. No obstante, son también un acceso a las devociones que, alternas a la del Señor del Huerto, los creyentes estaban configurando a nivel local y, sobre todo, personal.
Llama la atención que, invocado invariablemente por los devotos, en toda clase de problemas, males y angustias, el Señor del Huerto fuera solicitado, en no pocas ocasiones, junto con otros tantos seres divinos. Muchas veces aparece con su madre en diversas advocaciones (la virgen de la Soledad, Nuestra Señora del Carmen, María Santísima o la virgen de Guadalupe, la patrona del pueblo) (véase imagen 3) (véase Colín, 1981: 38-41; 50-51; 62-63 y 80-81), con la Sagrada Familia, Jesús María y José; con el Santo Niño de Atocha o con San José (véase Colín, 1981: 52-53; 66-69 y 72-73), quedando de manifiesto que a través del retablo votivo el inquisidor puede advertir las devociones que se tejían de manera personal entre los oferentes quienes, aunque devotos de otros seres divinos, no podían desligarse ni ignorar al Señor del Huerto, figura de devoción siempre representada en el retablo, aunque a veces ausente en la cartela (véase Colín, 1981: 52-53 y 66-67).
Por último quisiéramos agregar que, representado e invocado por lo menos dos veces, la presencia del lejano Santo Niño de Atocha (véase Colín, 1981: 66-67 y 72-73), que contaba con su propio santuario en Plateros, Zacatecas, nos indica, por un lado, el amplio radio de alcance que podían tener determinadas imágenes las cuales, pese a las adversidades que la inseguridad de los caminos, las distancias, la falta de comunicaciones y las convulsiones políticas de la época les imponían, eran conocidas incluso en los lugares más recónditos. Por otro lado, su presencia nos habla de la incorporación de otras imágenes a la devoción de los habitantes de Atlacomulco la cual comenzaba a sobrepasar el nivel estrictamente local, con las imágenes que aquellos conocían, tenían y veneraban.
Los devotos estaban siempre dispuestos a venerar seres divinos extraños y lejanos, sin menoscabo de los propios, quizá porque —tal vez así lo pensaban—entre más seres divinos fueran venerados, mayores serían las posibilidades de obtener los favores, serían más las opciones a las cuales acudir. Conciliar lo propio con lo extraño no sería tarea difícil de lograr, como los retablos que incorporan lo uno y lo otro, según así nos lo dan a entender.
Reflexiones finales
La veneración al Señor del Huerto materializada, por supuesto, en su fiesta se había afianzado entre la población de Atlacomulco al mediar el siglo cuando sobrevino el conflicto liberal-conservador, que abarcó exactamente una década (1857-1867) y, sobre todo, cuando se resolvió en favor de la causa liberal a cuyo triunfo echaría a andar un ambicioso conjunto de reformas en aras de modernizar y secularizar al país. Entre otros aspectos, consideraba la regulación y la disciplina, por no decir la reducción, de las fiestas religiosas que realizaban las masas y que se habían venido enraizando entre la población desde hacía tiempo. Habían pasado ya seis décadas desde que el portentoso Señor del Huerto se había hecho de su propio templo para su veneración, al que acudían sus devotos a orarle, a festejarlo y, evidentemente, a agradecerle o a enterarse de los sucesivos milagros que se le fueron atribuyendo y reconociendo a través de los retablos votivos. Devoción profundamente arraigada, compartida por una numerosa concurrencia que se daba cita en el marco de la fiesta septembrina que cada año se verificaba. Las autoridades locales sabían perfectamente de la importancia de esta fiesta para la comarca y eran conscientes de los desórdenes que podían presentarse, dado que asistía una profusa muchedumbre; así que, incapaces de ejercer el control en no pocas y sucesivas ocasiones, intentaron regularla. El interés por imponer un orden no puede ser más que revelador. La fiesta, sin duda, había adquirido una relevancia en la cual se había estado trabajado durante seis décadas y, al final, los frutos se materializaban. No cabe duda, luego de todo lo expuesto, que este afamado Cristo logró hacerse entre los pobladores de un lugar que, de manera definitiva, ya no perdería.
Como si fuese una prolongación de un fenómeno de largo aliento, verificado desde el siglo a comienzos de la época virreinal en la cual, como advierte Castañeda (2015: 183), la monarquía hispánica, a raíz de la Contrarreforma, dirigió su atención hacia nuevas advocaciones asociadas a la Pasión de Cristo, la promoción del culto al Señor del Huerto en Atlacomulco parece constituir uno de los últimos capítulos de este proceso de “institucionalización de las imágenes de la Pasión” en el cual aquellas imágenes, de ser meros actores del drama de la Semana Santa, pasaron a convertirse en patronos formales o, como en nuestro caso de estudio, patronos informales de sus comunidades, “siendo en algunos casos el centro de la devoción local”.
Por último, no es aventurado afirmar que en esta promoción tuvieron un papel determinante los actores sociales más acomodados y privilegiados de Atlacomulco, pues la elevación al altar de esta imagen empleada en la Pasión de Cristo ¿acaso no contó con el visto bueno del cura párroco quien, además, se apresuró a emprender y concluir los trabajos de su capilla? Los primeros retablos votivos, realizados por pintores oriundos de Atlacomulco, que contribuirían a aumentar y mantener la veneración al Señor del Huerto, ¿acaso no incluyeron a una mujer de una familia que, años más tarde, se vincularía con el poder local como fue el caso de doña Josefa Peláez, o al administrador de una hacienda, que fue el caso de don Trinidad Monroy? ¿Qué decir, en fin, de los demás retablos que abarcaron a otra tanta gente que, como don Vidal Fuentes, tuvo la suficiente solvencia económica para costear su elaboración? Y otras ofrendas tales como las alhajas del Señor del Huerto que le fueron hurtadas, justamente por el valor que podían ofrecer, ¿acaso no nos hablan de una devoción alimentada por una población que, lejos de desinteresarse en el Señor del Huerto, hizo todo lo posible para propiciar “su mayor culto y veneración”, dado que tenía medios disponibles para contribuir en ella? Así de sugestivo puede ser el estudio de esta devoción local decimonónica.
Fuentes consultadas
Documentos de archivo
aham | Archivo Histórico del Arzobispado de México Caja 21, Libro 1 |
ahma | Archivo Histórico Municipal de Atlacomulco Presidencia Municipal, vol. 11, exp. 1. Presidencia Municipal, vol. 16, exp. 2. Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2. Presidencia Municipal, vol. 20, exp. 6. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 1. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 9. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 13. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 17. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 20. Actas de Cabildo, vol. 2, exp. 7. Actas de Cabildo, vol. 2, exp. 10. Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 1. Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 2. Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 5. Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 6. Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 8. Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 2. Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 7. Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 8. Actas de Cabildo, vol. 5, exp. 2. |
apa | Archivo Parroquial de Atlacomulco Caja 57, Sección Disciplinar. Serie Providencias, vol. 1. Providencias diocesanas, vol. 2, fs. 8v-9r. |
ahmj | Archivo Histórico Municipal de Jocotitlán Caja 1848-1850. Testamento 1848, f. 1. Documento sin fecha, testamento de Vicente Sánchez, fs. 1-4. |
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Hemerografía
La Sociedad (1860), La Periódico político y literario, México, segunda época, t. vi, núm. 931, 21 de julio de 1860 .
Notas
* Universidad Iberoamericana, A.C.
¹ A diferencia de la división clásica para definir la noción de cultura y que prácticamente opone—aunque no excluye— una “alta cultura”, elitista, con una “cultura popular”, la de las masas, nosotros partimos de la propuesta esgrimida por Roger Chartier que define lo popular —presente en una y otra división del esquema trazado por la visión clásica de la cultura— como lo que es consumido por las mayorías, sin importar su condición étnica, social o económica, como aquel manantial del que beben lo mismo las élites, como las masas, como aquellas expresiones que, en sus orígenes obra del pueblo, son también acogidas por las élites y como aquellas expresiones que, consideradas cultas y delineadas por la ortodoxia, son también objeto de apropiación y reinvención por parte de las masas. “Lo popular”, así lo entendemos aquí, no necesariamente le pertenece al pueblo y no necesariamente es, en sus orígenes, obra del “pueblo”. Para mayor detenimiento véase Roger Chartier (1995).
² En el presente trabajo nos valdremos de la expresión “retablo votivo” para designar lo que los estudiosos conocen hoy como “exvotos”. Lo hacemos atendiendo a la terminología de la época empleada para nombrar estas ofrendas pintadas en tela o lámina que se le dedicaron al Señor del Huerto y se popularizaron con el nombre de “retablos”.
³ El caudal de estudios que se ha generado en torno al exvoto es abismal. Baste aquí con referir algunas de las investigaciones más notables que, en su conjunto, merecen un comentario. Desde los estudios de Sánchez Lara (1990) y Bélard y Verrier (1996), pasando por las compilaciones que en el año 2000 hizo Artes de finalizando con los trabajos de Arias y Durand (2002) debemos decir que las investigaciones se han concentrado fundamentalmente en los exvotos confeccionados entre los siglos
xix
y
xx
que proceden del Occidente de México (Jalisco, Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí) y, en menor medida, en los que existen en los santuarios del centro del país, sobre todo en el de la virgen de Guadalupe en la Ciudad de México, o en el del Señor de Chalma en el Estado de México. Uno de los estudios más recientes, el de Zires (2014), se enfoca en el primero de estos dos santuarios. Como se ha argumentado los retablos decimonónicos dedicados al Señor del Huerto, venerado en Atlacomulco, difícilmente han recibido la atención de los estudiosos del retablo votivo. Fuera de una mención que hacen Arias y Durand (2002: 47) y, sin duda, realizada porque el retablo comentado —que trata sobre una violación— rompe con la agenda votiva conocida para el siglo
xix
(enfocada a tratar accidentes y enfermedades), no encontramos más alusiones a estos retablos publicados por Colín (1981), aunque por desgracia, casi todos están publicados en blanco y negro. La edición que preparó Colín es, también por desgracia, la única referencia que tenemos sobre estos exvotos cuyo paradero es prácticamente desconocido.
⁴ En efecto, los 36 exvotos dedicados al Señor del Huerto que Colín publicó (completos y fragmentados) merecen un estudio exhaustivo que, para efectos del presente capítulo, rebasa nuestros propósitos.
A pesar de esto, aquí adelantamos algunas lecturas interpretativas que, esperamos, contribuyan en las investigaciones ulteriores.
⁵ Tres son los estudios que se han realizado sobre la fiesta en torno al Señor del Huerto pero que, temporalmente hablando, se han concentrado en el siglo
xx
y en los albores del siglo
xxi
, partiendo fundamentalmente de la tradición oral, la observación etnográfica y los programas festivos que, desde 1922 existen para documentar la fiesta de esta imagen. En orden cronológico, el primero corresponde al de Colín que, al margen de ofrecer algunos comentarios sobre los retablos, presenta una nota sobre la fiesta del Señor del Huerto, partiendo justamente del uso de estos programas. Los otros dos estudios son el de Velázquez Mejía (1996) y la monografía conmemorativa de Corral Castañeda (2010). Falta, como puede verse, un estudio sobre esta devoción para el siglo
xix
, el punto de partida de la misma.
⁶ Atlacomulco: inventarios generales de los archivos municipal y parroquial, México, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México, 1980, pp. 119.
⁷ Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante,
aham
), Caja 21, Libro 1, f. 118r.Hacemos patente nuestro agradecimiento al Dr. Gerardo González Reyes, profesor-investigador de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, por facilitarnos una copia de este documento.
⁸ Atlacomulco: inventarios generales..., op. p. 147.
⁹
aham
, Caja 21, Libro 1, f. 121r.
¹⁰ La evidencia más antigua con la cual contamos refiere la denominación de “santuario” que se le da a la capilla (y que solamente y de manera bastante tardía sería reconocida expresamente por la Iglesia hasta 1946) es un documento fechado el 20 de abril de 1844 y alude a un robo cometido “en el Santuario del Señor del Huerto”. Por otros documentos, esta vez de 1836, elaborados por las autoridades religiosas de Atlacomulco, sabemos que al templo se le consideraba una capilla. El nombre de santuario, evidentemente dado por la población, se mantendrá avanzado el tiempo, pues ya en 1901 Basurto (1977: 43) señala que, además de la parroquia, en Atlacomulco existían dos capillas: “una dedicada al Sagrado Corazón de Jesús la que se conoce con el nombre de El Calvario y otra que se denomina El Santuario, dedicada al Señor del Huerto”. Véase Archivo Histórico Municipal de Atlacomulco (en adelante,
ahma
), Presidencia Municipal, vol. 16, exp. 2, f. 387; y Archivo Parroquial de Atlacomulco (en adelante, apa), Caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 94r-95r.
¹¹ La tradición que Basurto recupera en su obra sobre los orígenes de la devoción al Señor del Huerto no tiene paralelo alguno. Por ejemplo, no la refiere Fortino Hipólito Vera (1880: 8 y 93) quien antecede a Basurto en la confección de una obra — Itinerario parroquial del arzobispado de México y reseña histórica, geográfica y estadística de las parroquias del mismo que recopila historia y datos estadísticos sobre las diversas parroquias pertenecientes al arzobispado de México y que, sin duda alguna, sería fuente de inspiración para Basurto.
¹² La Biblia Latinoamérica, España, San Pablo, Editorial Verbo Divino, 2005, Mt. 26, Mc. 14, Lc. 22, Jn. 18.
¹³ Ibid. , Mt. 26-27; Mc. 14-15; Lc. 22-23; Jn. 18-19.
¹⁴ En el caso de la caña que actualmente vemos en la imagen del Señor del Huerto que se venera en Atlacomulco, debemos señalar que se trataría acaso de un atributo añadido posteriormente. Como veremos más adelante, hay evidencias que señalan que la imagen tenía una de plata que le fue robada posteriormente, en 1836.
¹⁵ Los atributos del Ecce Homo también son referidos por Castañeda (2015: 202-203) en un estudio que hace de la devoción a esta imagen en San Miguel el Grande, Guanajuato, durante la época novohispana y en el cual podemos apreciar justamente una representación de esta advocación de Cristo.
¹⁶ Como puede advertirse en las fotografías que presentamos en la imagen 1 de este estudio, y los comentarios realizados, la postura de las manos y la mirada del Señor del Huerto son contradictorias.No se trata de dos imágenes distintas, sino que la imagen cuenta con manos movibles. Actualmente, por cierto, la población tiene dos imágenes del Señor del Huerto, una en el altar —la de las fotografías— y otra que es mucho más accesible a la población y que sirve como “peregrina” asistiendo a otras fiestas.
¹⁷
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 11, exp. 1, fs. 14r-v.; y apa, Caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 94v-95r.
¹⁸ apa, Caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 94v-95r.
¹⁹ Idem.
²⁰ Ibid., fs. 240v-242r.
²¹
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 11, exp. 1, fs. 14r-v.
²² Véase La Sociedad. Periódico político y literario, México, segunda época, t. vi, núm. 931, 21 de julio de 1860 , p. 3.
²³ Archivo Histórico Municipal de Jocotitlán (en adelante, ahmj), caja 1848-1850, testamento 1848, f.1; ahmj, Documento sin fecha, testamento de Vicente Sánchez, fs. 1-4.
²⁴ Las expresiones “don” y “doña” se empleaban desde la época virreinal para referirse a personas notables. Más tarde el término se popularizaría y perdería su sentido original.
²⁵ No hay que olvidar que el exvoto se confeccionó en 1813, aún en tiempos de la presencia de una cultura virreinal que tendía a ver al demonio en todas partes. Podía aparecerse en forma de perro negro como puede verse en los trabajos de Von Wobeser (2016: 56).
²⁶ La cartela de este retablo reproducido por Colín es bastante confusa, sin embargo, por lo que se advierte alude a una violación. Es el que refieren Arias y Durand (2002) en su estudio.
²⁷ apa, caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 60r-v.
²⁸ Atlacomulco: inventarios generales, op. cit., 1980, p. 148.
²⁹ apa, caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 94r-v.
³⁰
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2, fs. 26r-v.
³¹ En el caso de la imagen de Nuestra Señora del Rosario —referida para 1846— suponemos que sería otra, distinta a la que fue titular de la cofradía establecida en San Francisco Chalchihuapan y que fue reportada durante la visita pastoral de Lanciego de 1717. Lo suponemos, dado que el documento de 1846 parece restringirse al pueblo de Atlacomulco, sin decir nada sobre las devociones existentes en los pueblos sujetos a esta demarcación, como las de San Francisco.
³²
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2, fs. 26r-v.
³³ Idem.
³⁴ Idem.
³⁵ No profundizaremos aquí en esta regulación verificada durante la segunda mitad del siglo, ya que este tema sale del marco temporal trazado para nuestro estudio. Sin embargo, esta preocupación por parte de las autoridades locales por querer regular la fiesta del Señor del Huerto —notablemente concurrida—, habiendo un marco normativo de por medio emanado de la Reforma liberal, puede constatarse en
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 20, fs. 12v-13r.; Actas de Cabildo, vol. 2, exp. 10, fs. 22v-23v.; Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 8, fs. 30v-31r.; Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 7, fs. 11r-12r.
³⁶
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 17, exp. 2, fs. 26r-v.
³⁷
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 20, exp. 6, fs. 127r-v.
³⁸
ahma
, Presidencia Municipal, vol. 20, exp. 6, fs. 139r-v.
³⁹
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 9, fs. 33v-35r y 48v-49v.
⁴⁰
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 20, fs. 12v-13r.
⁴¹ Idem.
⁴² Al respecto, las actas de cabildo de Atlacomulco registran sesiones en septiembre de 1877, 1891, 1899 y 1900 en las cuales los miembros del Ayuntamiento se ocupan de la fiesta del Señor del Huerto.Al revisar los calendarios correspondientes se advierte que la fiesta tiene lugar el tercer domingo de septiembre. Véase
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 2, exp. 10, fs. 22v-23v; Actas de Cabildo, vol. 3, exp. 8, fs. 30v-31r; Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 7, fs. 11r-12r.; Actas de Cabildo, vol. 4, exp. 8, fs. 11r-12r.
⁴³
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 20, fs. 14v-15r.
⁴⁴ apa, caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 224v-227v.
⁴⁵ apa, Providencias diocesanas, vol. 2, fs. 8v-9r.
⁴⁶ apa, caja 57, Sección Disciplinar, Serie Providencias, vol. 1, fs. 240v-242r.
⁴⁷
ahma
, Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 13, fs. 15v-16r; vol. 1, exp. 17, f. 9v; vol. 2, exp. 7, fs. 7r-8r; vol. 3, exp. 1, fs. 37r-38r, 39v-40v; vol. 3, exp. 2, f. 28v; vol. 3, exp. 6, fs. 37r-38r; vol. 3, exp. 5, f. 31v; vol.4, exp. 2, f. 35r; vol. 4, exp. 7, fs. 6v-7r; vol. 5, exp. 2, fs. 4v-5r.
⁴⁸ Véanse algunos ejemplos en Durand (2000) y Arias y Durand (2002).
⁴⁹ Y puede que no estemos tan errados sobre la condición socioeconómica de doña Josefa Peláez. Al margen de la manera ornamentada con la cual es representada y de ser señalada con el título de “doña”, debemos señalar que el primer ayuntamiento de Atlacomulco, en funciones desde 1824, estuvo presidido por el alcalde don Agustín Peláez, ¿acaso pariente de doña Josefa? Es posible que así fuera y que estemos ante el caso de una familia notable que en 1824 vio el ascenso al poder local de uno de sus miembros.
Los ayuntamientos decimonónicos, vale la pena destacar, se mantendrían como espacios gobernados y controlados por las élites locales que moraban en ellos. Actas de Cabildo, vol. 1, exp. 1, fs. 1-2.
⁵⁰ Sobre el particular véanse las prolongadas discusiones sostenidas en las sesiones del 29 de julio al 5 de agosto de 1856, y del 24 y 26 de enero de 1857 por el Congreso Constituyente encargado de elaborar la Constitución, y que son reproducidas por Zarco (1857, t.
i
: 771-876; t.
ii
: 5-96 y 808-826). Al final la Constitución de 1857 terminó conduciéndose con moderación en el tema de la libertad de cultos, como podemos apreciar en su artículo 123 ( Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada y jurada por el congreso general constituyente el día 5 de febrero de México, Fondo de Cultura Económica 1957, pp. 74-75, ed. facs.), y habrá que esperar a la emisión de las Leyes de Reforma de 1860, que la establecieron sin titubeos (artículo 1º, Código de la Reforma o colección de leyes, decretos y supremas órdenes, expedidas desde 1856 hasta 1861, México, Imprenta Literaria, 1861, pp. 133-137).